Categorías: Colaboraciones

Homenaje a Paloma Aróstegui

Las malas noticias siempre llegan antes que las buenas y hoy, 18 de enero de este recién estrenado 2015, lo primero que me ha llegado ha sido un correo en el que se me informa de la muerte de una buena amiga, hija a su vez de un gran amigo, también fallecido: Paloma Aróstegui, hija de Antonio Aróstegui y, como él, también profesora de filosofía.

Conocí a ambos, aunque en distintas circunstancias y con muchos años por medio entre la primera y segunda amistad. Primero fue, allá por los años cincuenta, el padre. Era un hombre alto, de palabra fácil, con el taco a flor de labios y siempre dispuesto a organizar algo relacionado con la cultura: exposiciones, conferencias, publicación de libros, revistas, tertulias literarias… lo que cayera. Si, mientras estaba hablando, pasaba alguna mujer de bandera, de esas que hacen volver la cabeza hasta a las estatuas, se le olvidaba lo que estaba diciendo y ya sólo tenía ojos para ver y mirar; cuando terminaba la visión seguía con lo que estuviera hablando. Obras suyas en la Granada de entonces fueron la revista literaria Norma, la colección de libros “La nube y el ciprés”, las tertulias Café y Copa del desaparecido Café Suizo, el libro “Sesenta años de arte Granadino”, -escrito en colaboración con Antonio López Ruiz- y una infinidad de conferencias, exposiciones, recitales y conciertos que ahora es imposible enumerar y rememorar. A todo esto hay que añadir sus lecciones de filosofía en el instituto, no sé ahora cuantas horas por semana, y su labor constante en el diario Patria, en cuyas manos estaba toda la información literaria y cultural del periódico. De donde sacaba tiempo para tanta actividad es un misterio que hasta ahora nadie ha logrado averiguar. Pero lo cierto es que conseguía hacer todo esto y aún le quedaba tiempo para tomarse de vez en cuando una cerveza con los amigos. Yo empecé a conocerlo de cerca precisamente cuando ya estaba haciendo las maletas para marcharse de Granada. Ahora no sé quien nos presentó. Lo mismo pudo ser el profesor Antonio López Ruiz que el poeta José Carlos Gallardo. Ambos eran muy amigos suyos. Las cosas vinieron de tal manera rodadas que, cuando él se marchó, fui yo quien ocupó su puesto en el periódico Patria. Esto explica que, cuando venía de visita a Granada, ya a dar una conferencia, ya a presentar un libro, me llamase, con humor, “su heredero”. Pero ocurrió que, al cabo de unos años, yo también me marché de Granada. Él había tomado la ruta del sur, -Ceuta, la ciudad andaluza del otro lado del mar-, y yo tomé la del norte, -París, la ciudad de la luz y el Sena-, y durante un montón de años dejamos de vernos. Cuando a finales del pasado siglo o comienzos del presente –lo mismo pudo ser el año 1999 que el 2000- me lo encontré en La Madraza, en la presentación de su libro “Las vanguardias granadinas”, tenía el pelo blanco y hasta había disminuido de estatura, pero conservaba la misma mirada inquisitiva y un tanto burlona y el permanente deseo de hacer cosas y publicar libros. Los dos sentimos gran alegría ante este encuentro. Desde ese día me fue enviando cada libro que publicaba, (libros que yo leía y comentaba donde encontraba sitio), y siempre que él venía de nuevo a Granada teníamos un rato de conversación. Le propuse varias veces su inclusión en mi libro “Retratos y semblanzas con la Alhambra al fondo”, pero nunca aceptó. “Eso para los granadinos importes –decía-, yo no soy importante”. Soltaba la carcajada y seguía hablando de otra cosa. Así hasta que un día del mes de julio del año 2009, me acuerdo muy bien, llegó la terrible noticia: Ha muerto Antonio Aróstegui. La noticia sólo decía que Antonio Aróstegui Megías, filósofo, ensayista, profesor y crítico de arte, había fallecido en su casa de “El Monte” (Ciudad Autónoma de Ceuta), el 4 de Julio de aquel año. Después supimos que había sido un fallo del corazón lo que se lo había llevado.
Fue entonces o poco después cuando el catedrático de Derecho, Eduardo Roca, y un servidor decidimos hacerle un homenaje póstumo. También fue entonces cuando conocí a Paloma, la hija de Antonio. Como el profesor Roca -ahora también fallecido-, ya andaba bastante fastidiado de salud, prácticamente todo el trabajo de este proyecto vino a caer en mis manos. Paloma era la portavoz de la familia y su actuación, desde el primer día, resultó indispensable. Los primeros contactos fueron por correo electrónico o teléfono; después, cuando vino la familia Granada a presidir el homenaje, nos conocimos personalmente. Desde el primer día me resultó una mujer extraordinaria. Siempre amable, siempre dispuesta a enviarme el libro o la foto que necesitara. El homenaje, después de varios titubeos, decidimos hacerlo doble: una sesión, por la mañana, en Los Ogíjares, el pueblo de las cercanías de Granada, donde el 23 de septiembre de 1923, vino al mundo Antonio Aróstegui, y después, por la tarde, un segundo acto en Granada capital, en el edificio de la Asociación de la Prensa, con la intervención de varias plumas ilustres de la ciudad. Los dos homenajes resultaron extraordinariamente exitosos y la familia se marchó encantada de Granada. Pero es de justicia añadir que, si el profesor Roca y yo cosechamos tal éxito con el homenaje, se debió sobre todo a que tuvimos dos eficacísimos colaboradores: en el caso de los Ogíjares, la alcaldesa de entonces, Herminia Fornieles Pérez, y en el de Granada capital, el presidente de la Asociación de la Prensa a la sazón, Antonio Mora.  Herminia hizo posible que se colocase una placa conmemorativa en la fachada de la casa que ahora ocupa el espacio donde hasta hace unos años estuvo la casa donde nació Aróstegui; y Antonio Mora nos cedió el hermoso patio de la Asociación de la Prensa para el homenaje que, a pesar de su espacio, resultó pequeño. A los dos les repito mi agradecimiento.
Terminó el homenaje, pero no terminó mi relación con Paloma. El siguiente paso que, tanto el profesor Roca como yo deseábamos dar, era la publicación de todas las obras que Aróstegui había dejado inéditas al morir y trataban de Granada. Paloma nos envió el primero de los libros: “Granadinos ilustres del siglo XIX”. Venía escrito a máquina y era necesario pasarlo a ordenador. Fue el primer problema. El segundo fue la crisis y el tercero las elecciones municipales que dieron al traste con la alcaldía de Herminia Fornieles. A la alcaldesa del PSOE sucedió un ayuntamiento del APPO, (alternativa popular por Ogijares, grupo escindido del PP). La primera “hazaña” del nuevo Ayuntamiento fue cerrar la biblioteca municipal, que unos años antes había inaugurado la alcaldesa Herminia, y la segunda la negativa a publicar el libro de Aróstegui. También es posible que fuese antes la negativa y después el cierre de la biblioteca. Para el caso es igual. No había más solución que buscar otro patrocinador. Con el mamotreto debajo el brazo llamé a varias puertas –el profesor Roca, cada día más delicado, no estaba ya para hacer visitas-, y en todas partes me respondieron con las consabidas evasivas. La última visita fue a la Diputación y allí, en un olvidado cajón, todavía debe estar el libro de Antonio Aróstegui, como el arpa de Bécquer, esperando una mano que se digne abrirlo, leerlo y publicarlo.
La fallida publicación del libro suscitó una enormidad de correo entre Paloma y un servidor y, a través de las sucesivas misivas, se fue forjando una amistad que sólo la muerte ha cortado.  Fue así como un día, recordando la espina que siempre llevó clavada Antonio Aróstegui y que tanto influyó a que se marchara de Granada, le hice la pregunta clave: Paloma, del famoso libro de tu padre sobre el filósofo Maritain, que el gobierno de Franco mandó retirar de las librerías y destruir todos los ejemplares, ¿no se salvó ninguno? Su respuesta fue afirmativa: Claro que se salvaron unos pocos. Paloma sabía que la pregunta llevaba implícita una petición. También sabía que siempre he sentido una gran afición por los libros prohibidos. Sabía todo esto y, sin necesidad de que le formulara mi petición, un buen día recibí por correo certificado uno de esos pocos ejemplares salvados. Quedé sorprendido ante la inocencia del libro. ¿Cómo podía ser que aquella obrita, de tamaño menos que bolsillo, hubiese producido tal polvareda?
Aquello era algo que había sucedido bastante antes de que yo comenzara mi vida activa en Granada, debía estar aún interno en el colegio de frailes, pero cuando entré en contacto con el mundillo de la cultura granadina, aún se hablaba en todos los mentideros de la ciudad del caso: un libro de Antonio Aróstegui sobre el filósofo francés Maritain, después de pasar por todos los filtros de la censura de la época, había sido retirado de las librerías y entregado al gobierno para que destruyera hasta el último ejemplar. Al fin tenía en las manos uno de aquellos libros y sentía la misma admiración y alegría que había sentido el día que tuve en las manos la primera obra de Voltaire, incluido en el índice de autores prohibidos por la Iglesia. Es un tema que ya he tratado en diversos artículos y que también figura en el prólogo que escribí para la fallida publicación del libro “Granadinos del siglo XIX”.
No quiero ni puedo terminar este póstumo homenaje sin decir que me duelen enormemente estas muertes: la ya lejana de Antonio Aróstegui, pero no por eso olvidada, y la muy reciente de su hija, Paloma, todavía joven y en plena actividad. Sé que escribir unas líneas de añoranza y recuerdo es poco, muy poco, pero también es lo único que tengo a mi alcance.

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