Opinión

Historias obligadas de la inmigración, por Carmen Echarri

Poner nombre y apellidos a los dramas de la inmigración que se producen en nuestras fronteras debe ser tarea obligada. O al menos intentarlo. La obtención de datos es complicada: tenemos a decenas de hombres y mujeres enterrados en nichos o tumbas sin identidad, sin que nunca se haya podido saber la historia que encarnaban, sin que sus familiares hayan conocido que terminaron sus vidas aquí, en esta ciudad frontera, en esta ciudad obligada a ser testigo de tantos y tantos dramas.

En los últimos días hemos conseguido conocer que las dos chicas fallecidas en Benzú a principios de este mes tenían un nombre y una historia. Diallo y Camara han sido enterradas, una en Ceuta la otra en Guinea, pero ambos con conocimiento de sus familias y con nombres y apellidos. Para conseguir esto se ha necesitado tiempo, pero eso es precisamente lo que ha faltado en tantos y tantos casos en los que se ha procedido a entierros rápidos porque no había infraestructuras para guardar, si es necesario, durante meses, los cadáveres hasta su plena identificación.

Las dependencias de la Sala de Autopsias así como la falta de neveras incide directamente en la imposibilidad de cumplir con un deber moral. Aunque, claro, hablar de moralidad en este ámbito chirría a tenor de los mensajes que, incluso cuando hay tragedias, se suelen leer en redes sociales.

"Es una obligación disponer de instalaciones necesarias para facilitar las identificaciones"

Disponer de un par de neveras con capacidad para congelar los cuerpos y poderlos mantener un tiempo suficiente para su identificación debería ser obligado en una ciudad como Ceuta, en donde no podemos cerrar los ojos a la tragedia, en donde nos vemos sacudidos por las acciones criminales de aquellos que provocan muertes y que incluso escapan de la presión judicial por falta de pruebas.

No hay mayor tormento que estar esperando la llamada de una hija, de un esposo, de un ser querido que abandonó su país con el ánimo de poder ayudar al resto y del que nada más se supo. Que esa madre crea que su hijo les olvidó cuando en verdad murió en una patera o desangrado en la valla supone una condena en vida para todos los que, pudiendo poner de nuestra mano, no lo hemos hecho.

La clase política se cree que con aprobar un monumento al inmigrante que, al final, terminó disfrazado con la compra empecinada de una estatua ha cumplido. Ni mucho menos. Vergüenza debería darles seguir sin hacer nada.

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