Pongamos que se llama Fatima. Su nombre es lo de menos, también la denuncia que nunca interpondrá ni los derechos que nunca se atreverá a hacer valer. Esta misma semana cruzaba la frontera del Tarajal con una pequeña bolsa que contenía unos juguetes. Se los había dado ‘su señora’ -como las mujeres del hogar acostumbran a llamar a las responsables de las casas en donde prestan servicio-. Fatima tiene sus papeles y años a su espalda trabajando en una vivienda de Ceuta. Ese día la ‘señora’ le dio unos juguetes ya gastados por sus hijos, arrinconados en la habitación pero con el poder de convertirse en el mejor de los presentes al otro lado de la frontera, en un Castillejos en donde otros niños de otras ‘señoras’ carecen de medios para cambiar de peluche o de juego con tanta asiduidad como otros menores con quienes comparten ilusión.
Fatima, contenta, cruzó la frontera. Una bolsa entre sus manos con tres juguetes. Tres. Usados. Que sortearon a la Guardia Civil y a los vigilantes de seguridad españoles sin problemas. Esos juguetes nunca llegaron al hogar de Castillejos, los aduaneros se los quitaron sin expedir acta de aprehensión, sin que fueran parte de la mercancía adquirida en Ceuta, sin que constituyeran género prohibido.
Esos tres juguetes se quedaron bajo control aduanero, quizá hoy estén en la basura o en el hogar de alguno de los integrantes de ese cuerpo que se ha convertido en la pesadilla para miles y miles de personas que cruzan a diario la línea fronteriza y que se topan con decomisos masivos difíciles de entender.
La palabra decomiso encierra lo que en el lenguaje coloquial es un robo: porque que se intervenga, se quite un material -sea el que sea-, sin que se expida un certificado de dicha aprehensión solo puede tener ese nombre.
Fatima es un ejemplo de lo que ocurre en la frontera, en ese lado fronterizo marroquí llamado Bab Sebta en donde se interviene y se quita todo: desde bolsas compradas por particulares en tiendas hasta un paquete de galletas; desde bultos infiltrados en coches hasta juguetes regalados como los que le dieron a Fatima o el reloj que no quiso entregar otro marroquí y terminó roto en el suelo.
El objetivo es que nada salga de Ceuta a Marruecos, y ese nada es entendido hasta la mínima expresión, sin dejar resquicio a regalos o cargas de cualquier tipo. Si para hacer esas intervenciones o registros hay que llegar al límite se hace, así a las quejas no denunciadas de intervenciones de esta índole se añaden agresiones que resulta difícil que también se denuncien salvo que haya vídeos que terminan hallando en las redes sociales su vehículo de expansión hasta viralizarse.
Esta misma semana se conocía de la detención de seis aduaneros por su presunta relación en la entrada de un coche con 664 kilos de hachís en Ceuta. Esa campaña de arrestos se llevó a cabo ante la vergüenza sentida en Marruecos tras la revisión de las cámaras de seguridad de la frontera, al apreciarse que el vehículo forrado de hachís había conseguido entrar sin que ni siquiera se le registrara o se le hiciera un mínimo control como el que, estos de forma exhaustiva, se ejecutan sobre trabajadores marroquíes, sobre transfronterizos que únicamente se dedican a trabajar y a ser protagonistas de esa cadena comercial que existe desde hace años entre Ceuta y el norte de Marruecos.
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