Opinión

Las hilanderas

Si tuviéramos que comparar la historia con un objeto artístico sería un cuadro. Un lienzo casi infinito plagado de trazos con los que el ser humano ha ido creando nuevos estilos de vida cambiando las pinceladas, inventando nuevas formas de aplicar la pintura y la combinación de colores. De ese modo, ese inmenso cuadro de la historia estaría plagado de trazos gruesos y oscuros, densos y románticos, uniformes y degradados. Si nos apartáramos un poco, percibiríamos algunas pinceladas suaves y libres y desde esa distancia contemplaríamos la sutileza de la luz en algunos rincones del lienzo. Tendría todos los colores, aunque comentaríamos en doctos corrillos el uso del blanco y negro y el deslucido abuso de la gama de grises.

La historia de la mujer, sin embargo, sería un tapiz. Un lienzo elaborado con seda o lana en el que se tejen figuras semejantes a las de una pintura. Paños gruesos colgados de las paredes cuya función primera era la de proteger de la humedad y el frío. Arte, pero arte menor.

En la Odisea de Homero, la esposa de Ulises es la dulce Penélope, obtenida como recompensa por un favor (nuestro tapiz tiene infinitas puntadas cosidas con este nefasto hilo). Cuando Ulises tiene que marcharse a la guerra de Troya, Penélope permanecerá sola en Ítaca durante veinte años. Durante este tiempo es ella la que toma las riendas de su casa entregándose al cuidado de los suyos y las posesiones del esposo. En el tapiz de la historia de las mujeres, el cuidado se ha cosido con hilo propio, las propiedades con hilo ajeno. Durante ese tiempo, un numeroso grupo de pretendientes se asienta en la casa de Ulises para conquistar a la mujer y con ella el palacio, las tierras y ganado. Penélope no tiene fuerzas para expulsarlos, pero urde una trama. Se casará una vez que haya terminado de tejer una mortaja para Laertes, su suegro. Tejía por la mañana y destejía por las noches y así intentó frenar lo inevitable durante tres años, hasta que una de las sirvientas la traiciona. Penélope ha pasado a la historia como el modelo de mujer fiel y prudente, enamorada de su esposo sin cuestionarse si quiera su propio destino.

Las mujeres, como los tapices, hemos estado predestinadas a esforzarnos por convertir las estancias lúgubres en lugares cálidos y reconfortantes. Allí donde había una mujer ha habido casi siempre un fuego en el que calentarse, una olla de la que alimentarse o un remedio con el que aliviarse. Hemos pasado por la Historia casi de puntillas, calladas y silenciadas, pagando el precio de la curiosidad de Pandora y la desobediencia de Eva. Sin embargo, como sabias hacedoras del cuidado y el bienestar, hemos encontrado la manera de reconvertir las sombras de nuestro habitáculo en un brillante espacio.

La poeta Safo de Lesbos fue considerada por Platón la décima Musa, una mujer sensible y de talento que cantó al erotismo, al amor, los celos, la alegría y la amistad. Safo, cuya sexualidad en libertad sigue despertando la curiosidad de muchos, fue relegada por la historia posterior al más oscuro ostracismo. En 2005 hallaron uno de los poemas de Safo al desenterrar unos restos arqueológicos. El papiro donde estaba escrito el poema había servido para recubrir una momia egipcia. La poesía de esta mujer no solo había quedado olvidada, sino que había servido para cuidar a alguien en su tránsito a la otra vida. Una enrevesada historia de indiferencia y luz. Hoy Safo está considerada uno de los iconos del feminismo. En algunas ocasiones las mujeres hemos tejido nuestro tapiz con hebras de oro y plata.

La palabra mujer viene del latín “mulier” que a su vez se relaciona con “mollis” que significaba blando o aguado. Encontramos esta misma raíz en palabras como mullido o molusco. De ahí que se haya perpetuado, desde nuestro origen, la idea de mujer con el sexo débil. La influencia católica no ayudó a corregirlo, sino que más bien insistió incluso en etimologías mucho más peligrosas y engañosas. En las épocas más oscuras de nuestro tapiz, la Inquisición utilizó el hilo negro para tejer sobre las mujeres la culpa de todos los pecados. Por ello se malinterpretó el término femenina para que pareciera relacionado con “fe y menos” en vez de con la idea propia de fecundidad.

Las féminas siempre hemos tejido mejor en compañía. Desde los gineceos hasta los talleres, pasando por los salones de té o habitaciones comunes hemos compartido virginidad, lactancia, arrugas y varices encontrando siempre un tiempo para la complicidad y, a veces sin saberlo, la reivindicación. Fue a finales del siglo XIX y sobre todo en la primera mitad del siglo XX cuando las mujeres comenzamos a coser juntas. Las sufragistas iniciaban movimientos sobre una nueva cuestión, inaudita hasta entonces: la emancipación de la mujer y el derecho al voto. En ese momento, nuestro tapiz se llenó de los colores blanco, verde y morado. El lema principal era “Give Women the Vote” (dad a las mujeres el voto), cuyas iniciales coincidían con las de los colores green, white and violet.

Carecemos del tiempo y del conocimiento para mencionar a todas las mujeres que lucharon para defender este nuevo movimiento que, como ellas mismas escribieron “no es un movimiento meramente a favor de las mujeres, sino llevado a cabo por ellas”. Si pudiéramos contemplar ese inmenso tapiz desde la distancia, como requieren las obras mayores, veríamos la infinidad de perlas y alhajas que quedaron engarzadas en nuestro telar. Emmeline Pankhurst fue una de esas piedras preciosas. Como mujeres que eran, también ellas se esforzaron para convertir la oscuridad de aquellas estancias temporales en espacios refulgentes donde continuar con la lucha por nuestros derechos. Emmeline Pankhurst y sus compañeras usaron la negación de alimento como instrumento de reclamación. Para evitar las huelgas de hambre y la consecuente presión social, los hombres de entonces aprobaron la que fue conocida como “Ley del gato y del ratón”.

Siguiendo esta ley, las mujeres cuyas vidas peligrasen por motivos de salud eran liberadas, pero debían volver a ser arrestadas una vez que se recuperaran. Así, entre el hambre de unas y la libertad de otras, la lucha no cesó. Otras veces, las mujeres encontraron la luz gracias a la torpeza de sus propios mandatarios, todos ellos varones. Eso fue lo que le sucedió a la sufragista Carolina Beatriz Ângelo en nuestra vecina Portugal. La primera ley electoral de la república portuguesa concedía el derecho al voto “a los ciudadanos portugueses con más de veintiún años, que sepan leer y escribir y sean jefes de familia”.

Carolina Beatriz torció la redacción a su favor reclamando que, gramaticalmente, el plural masculino de las palabras incluía el femenino y el masculino (Sí, en efecto, ese argumento manido al que se aferran los que no reconocen la necesidad del lenguaje inclusivo. Paradojas de la vida…). Un juez dictó sentencia a favor de la mujer, que era viuda y tenía a su cargo a sus hijos, y la sufragista fue la primera mujer en Portugal en ejercer el voto. Los hombres corrieron a corregir el texto posteriormente y especificar “ciudadanos portugueses de sexo masculino”. Las mujeres tuvieron que esperar decenas de años para votar, pero la astucia de Carolina Beatriz ya había quedado ensartada en el tapiz con hilo de oro.

Nuestra historia no es nuestra, es heredada y la seguimos forjando para las generaciones venideras. Hoy, las sociedades avanzadas y las gentes de bien, se esfuerzan para que sigamos estampando nuestra historia a todo color en un lienzo que nos incluya a mujeres y hombres en igualdad. Quedan, sin embargo, muchas Penélopes bordando en silencio. Este día es de ellas.

Las hilanderas de hoy recordamos juntas a las que pelearon sin saber que lo hacían, a las que nos inculcaron la lucha por nosotras mismas y a las que ni siquiera saben aún que son libres. Para esas mujeres mis sencillas palabras y la sabia frase de Carmen Losa “Sal de Ítaca, Penélope. El mar también es tuyo”.

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