Me dicen que, cuando más joven, iba con melenas que le cubrían las espaldas y barbas aproximándose al ombligo. Estampa inimaginable hoy, pero que responde a una época, no muy lejana para muchos de su generación. Él habría podido pasar por el hijo de Robinson Crusoe, el famoso náufrago que crease Daniel Defoe, con cuyo relato sabemos que arranca la novela moderna. El atuendo que solía llevar Aurelio lo ratificó. Y de eso hablaban, comentando su muerte, dos parroquianas en la Plaza de Azcárate (más conocida como “la de las loteras, comen pipas) cuando una le decía a la otra: “… si mujer, seguro que lo has visto cientos de veces…¡qué lástima! Grandullón, con los ojos azules y aire de “soldado romano”. Acertaba la señora: Aurelio tenía la presencia de un gladiador cinematográfico. Y es que habitualmente lo encontrábamos con calzones, camisetas lavadas a la piedra, rotuladas con iconos del rock, deportivos o chanclas, como si se dispusiera a darse un chapuzón en la Ribera o en el Chorrillo. No importaba que fuese noviembre o febrero.
Pero Aurelio se ha marchado a otra playas, de otros mares, con otras orillas, cuando, tras entrar en coma, todo hacía prever que en este coliseo, que es la vida, volvería a coronarse con el laurel de la victoria. No ha sucedido lo que se esperaba. La Dama del Alba, que así llamó Casona a la muerte en una de sus comedias, ha repetido el enamoramiento con un hombre joven. Y el que parecía domar fieras salvajes no ha podido hacerlo con esos bichitos que tienen tan mala leche, las bacterias, las que acostumbran a refugiarse en los lugares más recónditos de los hospitales jugando a las emboscadas, para coger desprevenidos al enfermo de turno y lograr el cruel zarpazo.
¡Ay! También se mueren los que empiezan a vivir. Y en esto es dónde pongo en cuestión qué hacen los dioses, metiendo en la barca de Caronte a tantos y tantos jóvenes, que aún les quedan sumar experiencias, algunas hasta dramáticas, que son las que, en realidad, enriquecen la condición humana. En fin, el hijo de Robinson Crusoe, Aurelio, ya dejó de hacerse visible a los demás. De él quedarán los recuerdos, las anécdotas, los momentos de felicidad; los que no lo fueron tantos... Son los únicos que pueden darle la inmortalidad al hombre. Lo escribió Miguel de Unamuno, que siempre mantuvo una lucha agónica contra el no existir, la nada. Todo lo demás, aunque se empecinen en decir lo contrario, son mitos.
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