Opinión

Hemingway

El libro con el que hoy salgo a pasear se titula ‘París era una fiesta’ y su autor es el escritor norteamericano Ernest Hemingway. Se trata de un libro póstumo en el que el conocido premio Nobel evoca sus recuerdos de juventud. En la contraportada, sin duda para incitar a la compra, hay un pequeño comentario de su tocayo Ernesto Sábato, el renombrado escritor y científico argentino, que dice así:
“Leí el inolvidable ‘París era una fiesta’ varias veces, siempre con el mismo interés. Es un testimonio donde este genial escritor plasmó su fe inquebrantable en los hombres que tienen el valor para no claudicar. Los que en medio de la pobreza y el frío de los inviernos sin calefacción, siguieron escribiendo y viviendo intensamente, dando un lugar a la creación por sobre todas las cosas. Un testimonio de aquel París que yo conocí como científico del Institut Curie, y que ya no conoceremos más”.
Abro el libro y, sentado en el banco de mis paseos cotidianos, disfruto de las inolvidables páginas que Hemingway dedica al Sena parisino. Al Sena pueblerino y rural no hay ni una línea. Hemingway es uno de los escritores que con mayor nitidez veracidad han sabido captar las inconfundibles bellezas de este río inmenso y universal. He aquí la primera estampa que encuentro del Sena:
“Se podían seguir varios caminos para bajar hasta el río desde lo alto de la rue Cardinal-Lemoine. El más corto consistía en seguir calle abajo, pero era una pendiente empinada, y después de dar en el llano y atravesar el tráfico denso al comienzo del boulevard Saint Germain, uno desembarcaba en un barrio aburrido, asomando al río por un muelle sórdido y ventoso que tenía a la derecha la Halle aux Vins. La tal Halle no era un mercado como cualquier otro de París sino una especie de almacén de puerto franco donde se guardaba vino mediante el pago de cierto impuesto, y de fuera era tan deprimente como un cuartel o un campo de concentración. Atravesando un brazo del Sena se llegaba a la Île Saint-Louis y luego la Cité con Nôtre-Dame”.
Veamos ahora esta colorida estampa de la primavera en las orillas del Sena, jardines del Vert Galant y arboledas de la Cité. Estación breve, pero hermosa:
“Con los pescadores y toda la vida del río mismo, las hermosas gabarras con su vida a bordo, los trenes de gabarras de los que tiraba un remolcador con chimeneas que se plegaban para pasar bajo los puentes, los grandes olmos de los muelles de piedra y los plátanos y en algunos puntos los álamos, yo nunca me sentía solo paseando por el río. Con tanto árbol en la ciudad, uno veía acercarse la primavera de un día a otro, hasta que después de una noche de viento cálido venía una mañana en la que ya la teníamos allí. A veces, las espesas lluvias frías la echaban otra vez y parecía que nunca iba a volver, y que uno perdía una estación de la vida. Eran los únicos períodos de verdadera tristeza en París, porque eran contra naturaleza. Ya se sabía que el otoño tenía que ser triste. Cada año se le iba a uno parte de sí mismo con las hojas que caían de los árboles, a medida que las ramas se quedaban desnudas frente al viento y a la luz fría del invierno. Pero siempre pensaba uno que la primavera volvería, igual que sabía uno que fluiría otra vez el río aunque se helara. En cambio, cuando las lluvias frías persistían y mataban la primavera, era como si una persona joven muriera sin razón”.
La huella que el París de su juventud dejó en Hemingway fue tan profunda que muchos años después, en otro de sus libros más conocidos, ‘Por quién doblan las campanas’, cuya acción transcurre en España en plena Guerra Civil, lo evoca así a través de la bebida símbolo de la bohemia y la libertad, el ajenjo, el brebaje de los escritores y artistas más iconoclastas e innovadores:
“Un trago de esta bebida reemplazaba para él todos los periódicos de la tarde, todas las veladas pasadas en los cafés, todos los castaños, que debían estar en flor en aquella época del año; los grandes y lentos caballos de los bulevares, las librerías, los quioscos y las salas de exposiciones, el parque Montsouris, el Estadio Buffalo, el Butte Chaumont, (…) y todas las cosas, en fin, que había amado y olvidado y que retornaban con aquel brebaje opaco, amargo, que entorpecía la lengua, que calentaba el cerebro, que acariciaba el estómago; con aquel brebaje que, en suma, hacía cambiar las ideas”.
Maravillosa evocación de la bebida más dura y perniciosa de la bohemia parisina, tan dura y perniciosa que ahora está prohibida. Con ella Hemingway, uno de los escritores más interesantes de la primera mitad del siglo XX, nos confiesa su pecado más repetido y atroz: su afición al alcohol y a la borrachera, algo que, hombre extraordinariamente sincero, casi siempre refleja en sus obras. Cierro el libro, sigo mi paseo, pero no se me va de la cabeza Hemingway, el famoso escritor premio Nobel que, cuando sintió en su cuerpo el primer signo de vejez, tuvo la valentía de pegarse un tiro. Sólo tenía sesenta y dos años. ¿De cuántas obras maestras nos privó aquella mortal bala? ¿Cuántas novelas y cuántos cuentos, pues también fue un magnífico autor de cuentos, se llevó por delante aquella maldita bala? Imposible saberlo. Pero lo más asombroso es que también es imposible saber, dentro de las obras que nos ha dejado escritas y publicadas, cuál de todas ellas es la mejor. Para mi gusto la duda se cierne entre estas tres: ‘Adiós a las armas’, ‘Por quién doblan las campanas’ y ‘El viejo y el mar’. Las tres son obras maestras, pero cada una de ellas tiene su matiz y particularidad que la hace única.
‘Adiós a las armas’ es una de las mejores novelas que se han escrito sobre la Primera Guerra Mundial. Tiene a mi modo de ver estas dos indiscutibles virtudes: se trata de una inolvidable historia de amor y dolor y es además una novela marcadamente antimilitarista, en la que el autor nos muestra en todo su horror y depravación lo que es la guerra, que en todo momento aparece como el peor de los males que pueden aquejar a la Humanidad. A estas dos grandes virtudes hay que añadir otra más: el estilo. Un estilo, sobrio, escueto, de frase generalmente corta, sin falsos adornos ni zarandajas. También su repetida denuncia de todo tipo de opresión y su elogio de la libertad de conciencia, siempre al margen de toda vinculación religiosa.
‘Por quién doblan las campanas’ sucede en España en plena guerra civil. Unos generales traidores, azuzados por curas, sacristanes y banqueros, se han sublevado contra la República que, cinco años antes, había elegido el pueblo en las urnas. La rebelión fracasa en las grandes ciudades y zonas industriales, pero triunfa en los cotos dominados por el caciquismo y en seguida degenera en despiadada guerra civil. Muy pronto los rebeldes encuentran una ayuda eficacísima en las dos potencias fascistas que ya existían en Europa –Italia y Alemania-, pero la República, aunque acosada por todas partes, resiste. Hemingway toma posición en su libro a favor de la República y consigue una de las mejores novelas que hasta ahora se han escrito contra el fascismo. Tiene un pecado menor. Nuestro autor cae en el tópico: gitano, guitarra, coplas, toreros… Pero, dado que la novela estaba pensada para toda la Humanidad, es posible que lo que a nosotros nos suena a tópico, para él sólo fuera una manera de mostrar al mundo la cultura popular española.
Por último, ‘El viejo y el mar’, es una conmovedora historia de amistad y empatía entre un niño y un viejo pescador, con un protagonista descomunal e inmenso que llena todo el libro: el mar. El mar de Cuba que él conocía asombrosamente bien. Aunque se trata de una novela hay momentos en que la prosa, por su lirismo y hondura, alcanza la calidad de poesía.
Después de todo esto, cabe preguntar: ¿Con cuál de estos tres libros se queda el lector?

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