Aún resuena en mis oídos, y en el fondo de mi corazón, la voz ronca y profunda del Padre Curro dándome la bienvenida a Ceuta. Era un mes de septiembre y yo me había “embarcado” hacia lo que sería mi primera aventura sacerdotal, en una ciudad al otro lado del estrecho que apenas conocía. Con la expectación propia de aquellos momentos, y al divisar por la ventana del ferry las torres de la Catedral y aquella edificación, con forma de casa -como la que dibujan los niños- y que es el hogar de la Virgen, recibí una llamada inesperada. Al otro lado del teléfono una voz, grave y alegre al mismo tiempo (y que recordaría ya para siempre), me decía: “¡Bienvenido a la muy noble y leal ciudad de Ceuta!”. Palabras proféticas del que entonces era el Vicario de Ceuta, que me adelantaban unos años de felicidad ejerciendo el ministerio sacerdotal entre los ceutíes, y con la protección y cuidados de la Virgen de África… y del Padre Curro.
Muchos son los perfiles de un hombre tan capaz y dinámico como el Padre Curro Correro, muchas sus facetas, muchas sus cualidades, pero la primera de ellas, la que resalta sobre las demás, es su profunda humanidad. Curro era un sacerdote y un hombre que sabía querer mostrándose como era, con sus innumerables virtudes y sus pequeños defectos. No pretendió nunca ser otra persona o aparentar quien no era, y eso permitió, con la ayuda de Dios y de la Virgen Santísima, que llegara a tantas y tantas personas, de sensibilidades y circunstancias vitales tan diferentes. Un cura con corazón, que es lo que la Iglesia y la gente de nuestro tiempo necesita. Un cura con corazón, que sabe escuchar el latir del corazón de Dios y le habla al corazón de los hombres de ese latir. Una humanidad que le permitió construir una verdadera fraternidad entre los sacerdotes de Ceuta, al frente de la cual estaba él, más que como padre, como hermano mayor.
Al ser destinado a otro lugar, celebramos una misa de despedida a Curro en la parroquia de África, donde tuve el honor de dirigirle unas palabras. Parafraseando a San Agustín, dije que la presencia de Dios nos ilumina y nos da calor por medio de hombres y mujeres buenos, que son como lámparas, y que Curro había sido para mucho de nosotros esa lámpara buena. Ahora que el Padre Curro se ha “embarcado” en el último ferry que le lleva a la Ciudad celeste, además de pedirle a Dios por su alma, también le pido que, cuando llegue el día de mi último viaje y si Dios, en su infinita misericordia me permite a mi también llegar al Cielo, me reciba allí la sonrisa socarrona y la voz ronca de nuestro querido Padre Curro.
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