Opinión

'Harmonía' diplomática española

El Brexit abrió el pasado año amplias, imprevistas hasta el momento, perspectivas hacia la cosoberanía sobre la Roca. Pero pronto han comenzado a desafinar las notas del muy complejo experimento, que podrá calificarse como se quiera menos de obra maestra

El approach desapasionado, aséptico, al peso atómico internacional de un país, constituye el correcto camino hacia la consecución del interés nacional. Además de reflejar la esencia de España, la política exterior ha de rentabilizarla, capitalizando desde los valores culturales, con el factor formidable del segundo idioma internacional, aunque se impondría ya reconocer que el primero es el único en la práctica, hasta la Marca España, vieja ya de casi dos décadas, con importantes aunque disímiles componentes, pasando por su condición de virtual cuarta potencia económica de la UE. Es decir, se trata de coordinar de manera congruente y en función de las variables que la condicionan, la relación entre su entidad internacional, su capacidad de maniobra y la naturaleza y alcance de sus intereses, o lo que es lo mismo, la última ratio radica en instrumentar, de acuerdo con los cánones, la realpolitik que corresponde. Y ello, tanto con medios todavía útiles de la vieja diplomacia como con los que proporcionan las neotéricas técnicas internacionales, aunque como recuerda en este enfoque Rojas Paz a Jules Cambon, ¨todo se reduce a la palabra de un hombre honrado ¨, porque colocar en su lugar la afirmativa imagen de España requiere, ante todo, partir de la aplicación de una ética trasnacional, la misma que llevó en el XVI a la entonces primera potencia imperial a sublimar el derecho internacional, mediante la introducción del humanismo en el derecho gentes, la histórica aportación española a la civilización universal.

En definitiva, la realpolitik española posiblemente pueda formularse en términos actuales como sigue: se está en un proceso de permanente incremento del peso, la relevancia y la capacidad de maniobra; mediante la aplicación de una adecuada técnica de la política exterior que combine los ritmos con el aprovechamiento óptimo de la coyuntura, no parece haber otros impedimentos que los condicionantes estructurales para que el abanico operativo siga en proceso abierto, a pesar ciertamente de señalados obstáculos que debieron de haberse abordado o al menos previsto en su momento.

Implantada la globalización en la desaforada carrera a la búsqueda de emplazar la marca mercantil nacional en los más recónditos parajes y agravado el nuevo desorden mundial con el terrorismo y los crímenes contra la paz, en un magma siniestro y en descontrol crónico a pesar de meritorios esfuerzos internacionales, vuelven con fuerza a procurar abrirse paso algunas de las concepciones semiperdidas, aquellas que transforman la política en filosofía moral, como se la denominaba en el siglo de oro español y ha recordado Martín Ferrand, comenzando por la más importante, el respeto a los derechos humanos, refrendados desde la vertiente europea con las cláusulas democráticas de los convenios suscritos por la UE. Apoyada en una ética supranacional en incremento, España tiene al menos un par de frentes, la cooperación y la inmigración, que ofrecen la posibilidad de sacar adelante una política exterior comprometida aunque no fácil, pero de prestigio, arropada en ambos casos por una creciente sensibilidad de la opinión pública en asuntos exteriores,

Ahora bien, la frase mágica de Ranke de que sin política exterior no hay política alguna y no al revés, viene perdiendo creciente y lamentablemente buena parte de su valor. Y en el caso español permite introducir algunas correcciones a fin de que concepciones internas no desvirtúen en demasía el panorama exterior. España tiene que aumentar muy sustancialmente las cifras destinadas a la cooperación internacional, campo en el que cualquier valoración tendría que partir de su no larga experiencia comparativa como donante, como elemento activo, situando en el inicio de los 80 el jalón de despegue, en el que yo mismo participé. Ahora, en el 2017, España debe de hacer el esfuerzo financiero que corresponde al principio de solidaridad, a la búsqueda de una cooperación coordinada, estratégica y eficaz, teniendo siempre en cuenta como principio-guía, la debida coherencia de la ayuda al desarrollo con otras políticas directamente imbricadas como la emigración. Porque como tantas veces se ha subrayado, resulta evidente que la cooperación solidaria se impone en la dialéctica países más ricos-países menos desarrollados, en aras de la cohesión social y sus manifiestas consecuencias: hoy la solidaridad tiene que practicarse aunque sólo fuera, como se dicho en frase feliz, ¨por egoísmo ilustrado¨.

Y al mismo tiempo, España, ya con legítima vocación de gran país, de volver a ser un gran país -aunque es amplio y vario, séxtuple al menos, el hecho diferencial en el devenir hispánico, mostrándose así inocultablemente soldado en difícil equilibrio por las tensiones nacionalistas de algunas de sus partes, sobre las que se impone proclamar que deben y pueden ser encauzadas en un proyecto histórico mancomunado, en base al principio de afirmación de la compatibilidad que faculte, más allá de las diferencias y a la búsqueda de la armonía política que parece emerger tan factible como deseable, para proseguir todos integrados en la misión común española- requiere desde esa concepción, terminar de normalizar su estampa internacional adecuándose a los valores occidentales. Aparte de estructurar hasta cierto punto la Marca España sobre el turismo desenfrenado y la construcción desproporcionada, el todos camareros y albañiles más de la cuenta, cuyo grafismo vulgar y ya acuñado, no basta para atenuar su más que presunta heterodoxia, lejos de aquellos principios que tantos como yo, quiero pensar, deseábamos en los inciertos momentos de despegue para el desarrollo de nuestra nación, el exceso de uniformados, donde alguien podría creer en alguna medida oir resonar ecos franquistas con aquellas fotos donde el Caudillo aparecía rodeado de milites y tanto impactaban en la vieja y civilizada Europa, reclama asimismo la urgente aplicación del bisturí administrativo.

Los policiales, en su policromía, por encima de la media europea (se aprovecha para corregir el dato erróneo que involuntariamente publiqué en Seis claves para España, en El Faro de Ceuta, el pasado año, manteniendo que España tenía más policías que EE.UU, ¨ casi el doble¨, escribía yo -según datos de prensa, en el 2013, España tenía una ratio por mil habitantes de 4,86, Europa, 3,27 y USA, 2,29- pero no apliqué como correspondía el elemento corrector de la ratio por mil habitantes) sin que parezca haber necesidad de ulterior argumentación en este punto, defendible hasta por estética ciudadana, más que quizá el prudente recordatorio de la dicotomía calidad-cantidad, y a pesar del número, y de la siempre invocable competencia de nuestra Policía y Guardia Civil, de la que me ha sido muy grato dar fe cuando los he tenido de invariablemente eficientes colaboradores, con un país donde mafias de distinto pelaje y latitudes siguen pululando en medida que diríase inaceptable (ya en 1976 yo ponía en Rabat sobre papel oficial la necesidad urgente de que se reunieran los ministros de Interior de Marruecos y España ante el tráfico de hachís que despuntaba). Por su parte, el CNI tendrá 4000 efectivos en el 2020 (nótese que la carrera diplomática cuenta con mil miembros). Recuérdese también y ríndase incesante homenaje a las víctimas del atentado terrorista del 11-M en Madrid, del 2004, con casi 200 muertos, el segundo mayor que ha habido en Europa. Los recientes atentados terroristas, los segundos en importancia numérica en nuestro país, abonarían la necesidad de reorganización de las fuerzas de seguridad, comenzando por la imprescindible coordinación y reincidiendo en el valor calidad, en el binomio calidad-eficiencia, por encima claro está de la cantidad, que ha vuelto a no resultar suficientemente efectiva. Si no parece quedar margen amplio para felicitar en la globalidad a las distintas policías por su actuación, y aunque todo ello sea tema para los especialistas, menos todavía debería de olvidarse que la conjunción impericia terrorista-azar ha impedido lo que podría haber constituido una catástrofe de dimensiones inconcebibles.

Va sin decir que todavía menos gratificante por su diferente entidad y carga histórica aunque similarmente obligada en aras de la normalización internacional que se pretende, resulta la censura fundada a los militares en cuanto proyección de la imagen de España como uno de los países con más misiones en el extranjero, nada menos que dieciséis despliegues castrenses en tres continentes, Oriente Medio, Europa y Africa, con 2.500 efectivos. Parece incuestionable que habría que reducir la cifra de misiones militares en el extranjero, sustituyéndola de forma correlativa por misiones de cooperación al desarrollo.

España, potencia ascendente en el Olimpo de las naciones, cuenta asimismo con un grandioso pasado que la llevó a ser el primer imperio a escala planetaria en el siglo XVI. Pues bien, los restos irresueltos de esa espectacular historia, son los contenciosos de la diplomacia española. Asumirlos y responsabilizarse debidamente de ellos, constituye la noble, grata, irrenunciable y difícil tarea a cumplir.

Si por una parte España, a pesar de contar con unas credenciales impresionantes o quizá por eso mismo, a veces ha dado la impresión de tener mayores dificultades que otros países similares para gestionar e incluso para definir y hasta para identificar, el interés nacional, por otra, procedería sumar que los tres grandes contenciosos de nuestra política exterior, no son en principio autónomos a efectos de la deseable, de la exigible superación, sino que constituyen una madeja inextricable, una auténtica madeja sin cuenda, que no se puede o resulta muy complicado desenredar, donde al tirar del hilo de uno de ellos no se deshace precisamente el ovillo sino que automática, indefectiblemente, aparecen los otros dos, al estar íntimamente entrelazados.

Hace largo tiempo que vengo sosteniendo esa doble tesis, que significa la diarquía diplomática básica, inexcusable, en el acaecer internacional del país y que si se la ignorara, vincularía el juego diplomático español hasta extremos de muy difícil, por no decir casi imposible, reconducción. O en otros términos, y ésta es la clave mayor, muestra paladinamente la dificultad de su correcto –nadie conocería con precisión en este punto el significado cabal de acertado- tratamiento, y abonaría global, genéricamente, el recurso a la realpolitik como eventual solución, sobre la que quiérase o no, parece radicar, en indeterminable pero en alta medida, la senda hacia la buscada pero todavía no encontrada, armonía diplomática.

Por ello, he venido proponiendo con más reiteración que éxito, la conveniencia, quizá pudiera sostenerse la necesidad, de crear una oficina para su tratamiento conjunto, con el rango, el carácter y la ubicación que se estimaran oportunos, aunque inclinándome en este último extremo, por razones obvias, hacia la Presidencia del gobierno, como más indicada que Asuntos Exteriores.

Ahora, en el verano del 2017, vuelvo a analizar el horizonte contemplable de los contenciosos de nuestra diplomacia, siempre desde La Serradilla, en la vieja casona familiar de granito, rodeada de pinos vetustos, algunos majestuosos, que se van cayendo y desde la que se ven las murallas de Avila y el santuario de Nuestra Señora de Sonsoles y la iglesia de Santa Teresa.

El Brexit abrió el pasado año amplias, imprevistas hasta el momento, perspectivas hacia la cosoberanía sobre la Roca. Pero pronto han comenzado a desafinar las notas del muy complejo experimento, que podrá calificarse como se quiera menos de obra maestra. (En su histórica atingencia a Gibraltar, el 13 de julio del 2013, los británicos celebraron el tercer centenario del tratado de Utrecht, con el Grand Te Deum for the peace of Utrecht, de Haendel, junto con su no menos espléndido Jubilate para coros, solos y orquesta, y sobre el que escribimos que “todos queremos creer que cuando vuelva a sonar, sus notas envolverán la buena voluntad que permita comenzar a trazar el iter hacia el mejor entendimiento entre las partes”). Diversos tratadistas coinciden en sostener que la factibilidad de tan difícil operación como conlleva el Brexit, se antoja como lo que en el fondo es y arroja una insalvable distancia entre la teoría prevista y la determinante realidad de la cuestión.

De resultar así o de manera similar las cosas, se iría a una especie de soft Brexit, que no alteraría sustancialmente el status gibraltareño a efectos operativos (nuestro reciente artículo Un Brexit irrelevante para los contenciosos diplomáticos españoles), y que, por tanto, permitiría en cierta medida a los británicos seguir ejerciendo, desde su condición de primer país en Europa donde antes aparecieron las instituciones representativas, revalidar su título de campeones de los llanitos, de paladines de sus intereses y deseos, reiterada e incuestionablemente manifestados en dos referéndums frente a la causa españolista, tan elocuentes como ilegales, sin tener que acudir a sus peculiaridades de estilo, “el concepto mercantil o de tendero” en la catalogación de sir Harold Nicolson. Hoy, 10 de septiembre, cuando escribo estas líneas, los gibraltareños celebran el 50 aniversario de su National Day. Y al año que viene, plazo previsto para la conclusión de las negociaciones con la UE o cuando sea, creo yo que España, de cerrarse así el estado de la cuestión, tendrá que comenzar a intentar poner fin a la tricentenaria situación sin mayores dilaciones, y abordar decididamente la disyuntiva, que sólo permite una alternativa. O se sigue profundizando en la cooperación con la comarca circundante, posición que tiene sus partidarios y encaja con la debida suavidad en el juego siempre delicado pero vivencial de las relaciones de buena vecindad. O de la mano de la dignidad nacional, volvemos a Gondomar, “a Ynglaterra metralla que pueda descalabrarles”, y eso que Albión no se había apoderado todavía del Peñón, en una maniobra heterodoxa sin al parecer otra bandera visible que la inverecundia, y se aplica el tratado de Utrecht, con todas sus consecuencias.

Sobre Ceuta y Melilla, el inicio de mi especialización en nuestros diferendos, donde soy miembro del Instituto de Estudios Ceutíes, institución en primera línea de la zona hipersensible del Estrecho, centrando las controversias de la política exterior de España, que mediatiza por activa y por pasiva a Gibraltar desde “la lógica de la historia”, en la formulación geoestratégica de Hassan II, “ninguna potencia permitirá que el mismo país controle las dos orillas del Estrecho”, ahora también, cuando parece aproximarse la posibilidad de un modelo federal, tras la correspondiente reforma constitucional, en sustitución del de las Autonomías, más coyuntural que elogiable desde la técnica del derecho político, el Estado podría mantener el statu quo por entenderlo suficiente o aprovechar la coyuntura para reforzar a las ciudades autónomas, elevándolas a comunidades autónomas.

Y respecto del Sáhara Occidental, cuya resolución vincula en grado imprecisable pero marcado, la imprescriptible reivindicación alauita sobre Ceuta y Melilla, termino de dirigirme al Secretario General ONU, Antonio Guterres, en espera del igualmente solicitado respaldo oficial de Madrid, para que en atención a mi singular experiencia del primer y único diplomático allí desplazado ocasionalmente para ocuparme de los 335 compatriotas que quedaron, a los que censé, siendo felicitado y condecorado también por tan relevante misión, quizá una de las mayores operaciones de protección de españoles del siglo XX, como acostumbro a escribir con el honor que corresponde, y a mis especiales conocimientos de la problemática y de la zona, en la que tengo amigos en las dos partes, así como a mi condición de posiblemente el mayor experto diplomático en los contenciosos de nuestra política exterior donde mi competencia está considerada al máximo nivel, tras cuatro décadas de dedicación con numerosas publicaciones, diversos artículos y conferencias en distintas latitudes, considere la conveniencia de que Horst Köhler cuente en alguna manera conmigo. Parece una meridiana oportunidad con el nuevo representante especial hace poco nombrado. Y España, y éste es el punto, doblemente polarizada por el interés nacional y la responsabilidad histórica, podría figurar y participar más, en aras siempre del valor supremo, la armonía diplomática.

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