Crónicas de forastero
Nos bombardean las últimas semanas Dicen que el siglo XXI, y en general el progreso inherente al paso del tiempo, nos ha traído una serie de avances nada desdeñables que hacen nuestra vida más agradable, más larga y en ocasiones de mayor calidad en casi todos los sentidos. No lo voy a negar, algo de eso debe de haber. Pero también nos ha traído una serie de majaderías y estupideces –que para colmo no son optativas, sino obligatorias- que en ocasiones nos hacen maldecir con cajas destempladas la modernidad, la tecnología y la madre que la parió. Me ocuparé hoy de una de ellas.
Nos hemos llegado a acostumbrar a hacerlo casi a diario, así que no nos damos cuenta de la magnitud de la tragedia. Pero una de las mayores humillaciones a las que todos nos vemos sometidos todos los días es a hablar con máquinas. Sí, con putas máquinas. Con putas máquinas de mierda. Máquinas idiotas, pues todas las máquinas lo son. A fin de cuentas son máquinas, no se les puede pedir más.
Dependencia tecnológica
A fuerza de hábito, no llegamos a calibrar con la objetividad debida lo grotesco de la situación. A un lado del teléfono un ser humano con un problema. Mayor o menor, pero un problema. Alguien que pasó años en aprender a hablar, unos cuantos más en expresarse correctamente, muchos en hacerlo con la entonación adecuada y a mostrar los registros apropiados de cortesía y buenos modales. Al otro lado una máquina. Un aparato. Un cacharro lleno de cables, circuitos y chips. Y uno tiene, quiera o no, que entablar una ridícula conversación con ese engendro del demonio. De igual a igual. Te obligan: no es opcional. Las empresas de servicios, la Administración, la Seguridad Social, los bancos, los supermercados, tododiós te obliga a pasar por la vejación de la charla con la maquinita si aspiras a tener alguna opción, siquiera remota, de resolver tu problema. El hombre arrodillado ante la tecnología en forma de ignominia.
Cuando se acerca el fatídico momento, casi cotidiano, hay gente que se prepara psicológicamente, pues la experiencia no suele ser precisamente placentera. Conozco personas que hacen acopio de plástico de embalar de ese que tiene burbujitas de aire, para irlas reventando a medida que pasa el tiempo y las máquinas, diabólicamente confabuladas, empiezan a pasarte de una a otra con músicas infernales de por medio. Otras prefieren llamar después de una sesión de raja yoga, con las pulsaciones muy bajas y en un estado de aproximación al nirvana. Otras se inyectan directamente un ansiolítico en vena, pues saben que lo van a necesitar. En todo caso, un cubata bien cargado siempre hará más llevadera la tortura.
Hablando de máquinas
La maquinita de marras está programada para vacilarnos desde el preciso instante en que “descuelga” el teléfono. Es como si desde el comienzo te dijera: “Mira, tú eres gilipollas y me voy a reír de ti un ratito”. Pues justifica su existencia en aras de “facilitarte un mejor servicio”. Y además te tutea con descaro, con el indisimulado objetivo de añadir mofa al escarnio al que te va a someter a partir del momento en que pongas en sus cibernéticos oídos tus desvelos. Te dirá que para tal cosa pulses 1, para tal 2, para tal 3 y así una buena retahíla que tú habrás tenido que escuchar sin pestañear para comprender lo limitada que es la problemática humana, y después se atreverá a pedirte, en actitud condescendiente y maternal, que tú le expliques a ella tu problema. Cuando lo hagas, con el tono infantil y la cara de oligofrénico con que se dialoga con una máquina te contestará, sin perder la compostura: “Perdona, no te he entendido”. Así que pruebas a parafrasear el asunto, y la máquina te vuelve a decir que no te entiende, y piensas que ese amasijo de cables de mierda está cuestionando tus dotes de expresión oral. A fin de cuentas las máquinas no se equivocan. Se equivocan los humanos, infinitamente más imperfectos. Es muy probable que después te cuelgue, y hasta se escuche de fondo una displicente carcajada metálica.
Llegado a este punto es cuando se ponen a prueba alguno de los atributos espirituales más valiosos del ser humano: la infinita paciencia, la tolerancia a la frustración, la resignación cristiana y la capacidad de adaptación a situaciones extremas de supervivencia.
Lo volveremos a intentar, una y otra vez, y si tenemos la pericia y habilidad suficientes como para conseguir que a través del método ensayo-error se ponga un ser humano al otro lado del teléfono, puede darse la circunstancia, bastante habitual, de que dicho individuo esté programado con una serie de opciones de respuesta aún más limitadas que las de la máquina, y acabemos por echar de menos a esta última, a la que ya casi habíamos cogido el cariño
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