Terminó el trámite de investidura. Para desesperación del respetable, Sánchez pasó de puntillas sobre la amnistía recurriendo al ataque, que es la mejor defensa que se puede hacer. Se mostró ante sus aliados genuflexo; y ante la derecha, chulo, prepotente y faltón.

Habemus lex. Tenemos proposición de ley, que a falta de inexistentes explicaciones deberá ser reinterpretada conforme a la redacción que se le dio en Suiza y Bruselas. No es bienvenida. No lo es porque tiene su origen en pactos que afectan gravemente a la convivencia entre españoles y a su autoestima.

No lo es porque es una inmoralidad dejar que el beneficio del olvido se extienda sobre hechos que están convulsionando a España hasta el paroxismo.

Porque se hace después de haber indultado a la mayor parte de quienes promovieron los hechos que se amnistían, haber eliminado del Código Penal el delito de sedición y haber intentado alterar la naturaleza misma del de malversación. Porque las razones para el olvido fueron en exclusivo beneficio del candidato a la investidura. Porque su redacción se ha hecho al dictado de aquellos que se van a beneficiar del perdón.

Porque se ha comprado íntegramente el relato de los que delinquieron, lo que afectará gravemente a la credibilidad del sistema político y judicial español. Porque no solo no hay arrepentimiento, sino que además no se ha ocultado la voluntad de volver a delinquir. Porque se ha antepuesto el beneficio de unos pocos a la paz social de la mayoría de los españoles. Porque creer que la amnistía apaciguará el conflicto catalán es desconocerlo todo sobre la naturaleza insolidaria y dogmática de los nacionalismos. Y, finalmente, lo que siempre se olvida y es sin embargo la cuestión nuclear sobre la que pivota todo lo demás: porque lo que se juzgó fueron ilícitos penales, delitos, y no ideas como interesadamente esgrimen los independentistas y quienes han comprado su versión.

Pero siéndolo en grado sumo, no es esto lo más grave. La constitucionalidad o no de la ley de amnistía fue el señuelo que sirvió para desplazar el interés público desde la actuación delictiva a los meros requisitos formales del texto legal. A su vez, la tramitación de la ley será solo la cortina de humo que oculte el objetivo irredento de hacer posible la autodeterminación de Cataluña.

En el documento donde se recogen los términos del acuerdo alcanzado por PSOE y Junts se compró el relato de los independentistas; en el del PSOE y ERC se dice con meridiana claridad que se abordará «el debate sobre el modo en que los acuerdos a los que se pueda llegar sobre el marco político de Cataluña puedan ser refrendados por el pueblo catalán».

Queda expedito así el recurso a la vía estatutaria, introduciendo en el nuevo cuerpo legal los pocos mimbres que restan para dar sustento a la secesión: efectos jurídicos del reconocimiento como nación y derecho a decidir. Al ser un estatuto de autonomía, será sometido al referéndum reclamado con tanta insistencia. Los requisitos para que el plan tenga ahora éxito ya se han ido ahormando con precisión de relojero: supresión del recurso previo de inconstitucionalidad, legislativo acrítico, dirección personalista de los partidos políticos y perturbación de la independencia del CGPJ, de la Fiscalía General del Estado y del Tribunal Constitucional.

No le falta inteligencia al plan, aunque sea más que obvio que su implementación romperá el contrato social del que se alimenta la democracia española y, con él, el fundamento de la convivencia. Los madrileños tienen interés legítimo en reclamar para sí todos los recursos que se generen en su territorio, pero no legitimidad constitucional para decidir sobre todos ellos en detrimento de la solidaridad interterritorial.

Al levante español le pasa lo mismo cuando se trata de los recursos hídricos que fluyen por otras comunidades autónomas. Se está aquí en la sustantiva diferencia entre interés, aunque sea legítimo, y derecho. Los independentistas y la Generalitat pueden tener interés comprensible, cuya pacífica defensa encuentra además acomodo en el texto constitucional, pero no el derecho a decidir ellos solos sobre nada que se refiera a la secesión. Y cuanto antes se les aclare esta vital cuestión, mejor.

Aquí siempre ha faltado la determinación que exhibió Mario Draghi cuando el BCE tuvo que lidiar con la crisis. Parafraseándolo: «Si quieren ustedes autodeterminarse, convenzan a los españoles de que cambien la Constitución; de otra forma, haremos lo que sea necesario para impedírselo, y créanme que será suficiente».

Y ello porque la soberanía nacional reside en el pueblo español, y no proindiviso, sino de forma integral: todos los ciudadanos deben ser oídos conjuntamente sobre cualquier cosa que tenga que ver con la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos ellos.

No es prerrogativa de un partido político, aunque sea el PSOE, alterar ese principio constitucional. Ni siquiera de un presidente del Gobierno. Hacerlo sin someter la cuestión a las reglas de reforma que se contienen en la propia Carta, aunque sea a través de la argucia de promover una reforma torticera del estatuto, rompe las reglas de juego democrático, el pacto constitucional en el que se fundamenta la paz social.

El recurso a la vía unilateral, como se apunta en los acuerdos del PSOE a los que se está haciendo referencia, tiene el efecto perverso de llamar a otros actores o poderes a recurrir también a la unilateralidad para oponerse a lo pactado. No lo hagan. No sigan tensando la goma. No le hagan eso a su propio pueblo. Una vez investido el nuevo presidente y para completar la legislatura, no intenten completar un viaje que solo lleva a donde nadie quiere volver. No traten de forzar la thin red line; la delgada línea roja del verso de Kipling a la que han dejado reducida la defensa de la nacionalidad inclusiva. No lo hagan. No cometan ese error.

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