La abundancia mal gestionada es una infalible factoría de irresponsabilidad. En todos los órdenes de la vida. Cuando se quiebra la lógica relación entre esfuerzo y recompensa, se difuminan las referencias éticas y se pierde la conciencia del auténtico valor de las cosas. Una sociedad que no esté anclada en el trabajo y la solidaridad como valores fundamentales, origen de dignidad radicalmente inmutable, está condenada a un proceso decadente de extinción. Por eso estremece el constante debilitamiento de la conciencia fiscal que se está produciendo en nuestro país, alentado por la derecha y seguido, incomprensiblemente, por quienes se empeñan en reclamarse de la izquierda mientras hacen una política contraria a sus postulados (todavía perdura el eco de la frase lapidaria pronunciada por el malhadado profeta de la nueva vía hacia el socialismo: “bajar los impuestos es de izquierdas”). Los impuestos son la expresión económica del principio de solidaridad. No se puede construir una sociedad libre y cohesionada sin la existencia de unos servicios públicos adecuados para garantizar la igualdad de oportunidades. El sistema fiscal constituye, así, la clave de bóveda de un país democrático. Otra cosa bien distinta es definir con exactitud el nivel de suficiencia y la justa distribución de su carga. Pero quienes arremeten con furia contra los impuestos, por principio, deben saber que están atentando contra los cimientos de la propia convivencia. No se puede extender la idea, irresponsablemente infantil, de que todo puede ser gratis.
Nuestra Ciudad es un claro ejemplo de este fenómeno de laxitud moral. Durante demasiado tiempo, nos hemos ido habituando a disfrutar de un modo de vida muy peculiar en el que el Ayuntamiento lo subvencionaba todo. Independientemente de la actividad de que se trate, cada grupo de personas que emprende una actividad, lo primero que hace es pedir dinero al Ayuntamiento. La ciudadanía tiene la percepción de que existe una esotérica e inagotable fuente de recursos, de la que ellos se consideran legítimos beneficiarios, sin necesidad de reparar en su procedencia y exentos de rendir cuentas. Niños mimados. La Ciudad de la bicoca. Sería interminable hacer una relación de los negocios, asociaciones y personas que no pagan (o pagan cantidades ridículas), o reciben subvenciones mucho más allá de su justificación social. El Gobierno de la Ciudad ha contribuido poderosamente a labrar esta forma de pensar. Ha utilizado el “gratis total” como palanca electoral. Con inmejorables resultados, por cierto. El problema es que esta manera de organizar la vida social es altamente contaminante y obviamente insostenible. El agravamiento de la crisis ha rescatado descarnadamente una realidad que nadie quería ver. Hemos despertado con un fuerte crujir de dientes.
Ha llegado el momento del examen de conciencia y de la pedagogía social. Los ceutíes tenemos la obligación de revisar nuestro comportamiento en materia económica. Ceuta no puede seguir fomentando la imagen de una Ciudad parásita, sostenida artificial y abundantemente, con fondos públicos sufragados con un gran sacrificio por los contribuyentes del resto del país. Es cierto que Ceuta se ve afectada por una serie de circunstancias y condicionantes que justifican sobradamente una ayuda excepcional del Estado. No debemos sentirnos mal por ello. Pero sí debemos ser extraordinariamente escrupulosos, tanto en garantizar la finalidad social que se asigna a las transferencias recibidas, como en situar las aportaciones propias a los ingresos municipales en niveles de “esfuerzo fiscal” equivalentes a los del resto del Estado. La cuantificación justa del volumen de la ayuda debe ser la diferencia entre las necesidades debidamente constatadas y la contribución de los residentes en términos de igualdad. Cualquier otra fórmula de cálculo abre una brecha de insolidaridad profundamente injusta y muy peligrosa en la actual coyuntura. El hartazgo de otros ciudadanos y regiones, que pasan por situaciones extremadamente difíciles, puede desencadenar consecuencias dramáticas.
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