El panorama de la cultura española es realmente desalentador. Son muy pocos los que se preocupan de alimentar su alma, su espíritu y su intelecto. El mundo de afuera padece la misma falta de belleza que el de adentro. Ambos interactúan de manera constante, de modo que lo que ocurre adentro es consecuencia de lo que sucede afuera, y viceversa.
Llevamos muchos siglos maltratando y contaminando la naturaleza, al mismo tiempo que se deteriora nuestra salud física y psíquica. Nos hemos desligado de la Madre Tierra en muchos sentidos: el perceptivo, el experiencial, el económico, el sentimental, el espiritual y el imaginativo.
Nuestra arrogancia y vanidad nos ha hecho creer que la naturaleza está a nuestro servicio y que es el ser humano tiene todo el derecho de explotarla y profanarla hasta agotar sus limitados recursos. Llevados por este fatal pensamiento hemos arrasado bosques, encauzados y desviado ríos, agotado acuíferos, demolidas colinas y montañas, perforadas profundas minas, contaminado mares y océanos y hasta hemos modificado el clima.
El poder transformador que el ser humano ejerce sobre la naturaleza se ha ido incrementando con el paso de los siglos. Estos cambios han experimentado una vertiginosa aceleración a partir de mediados del siglo XIX, durante la llamada Segunda Revolución Industrial. Fue a partir de entonces cuando se inició una emigración masiva del campo a la ciudad. Estos emigrantes se encontraron con ciudades amuralladas, de calles estrechas y zonas de jardín y huertas en su interior. No había espacio en el interior de las ciudades para alojar a tantas personas y surgieron infernales suburbios en los que malvivían los trabajadores y sus familias. Se produjo lo que Karl Polanyi denominó “La Gran Transformación”, esto es, el intencionado deterioro de las condiciones de la población rural con el objetivo de obligar a los campesinos a emigrar a las ciudades para convertirse en mano de obra barata y desechable.
Hubo personajes extraordinarios, como Patrick Geddes, que dejaron a un lado sus cómodas vidas como científicos para trabajar a favor de la dignificación de las condiciones de vida en los barrios marginales que surgieron en todas las grandes ciudades del Reino Unido, como Edimburgo, la ciudad en la que vivió y trabajó. Allí donde había suciedad y falta de higiene, él y su mujer llevaron limpieza y educación. Allí donde no había naturaleza cultivaron jardines y huertos. Allí donde no había esperanza, promovieron la participación cívica y la implicación ciudadana en la resolución de los problemas de sus barrios. Consiguió que las autoridades le escucharan y con su apoyo pusieron en marcha un ambicioso plan de regeneración urbana de Edimburgo cuyas huellas aún permanecen visibles en el tejido urbano de la capital escocesa.
Patrick Geddes proclamaba, con la pasión que le caracterizaba: “pongamos a los niños y niños a observar la naturaleza, no con lecciones rotuladas y codificadas, sino con sus propios tesoros y fiestas de belleza, como son sus piedras, minerales, cristales, peces y mariposas vivas, flores silvestres, frutos y semillas… El principal objetivo de la educación tendría que ser el de lograr que los alumnos apreciaran las puestas del sol y los amaneceres, la luna y las estrellas, las maravillas de los vientos, las nubes y la lluvia, la belleza de los bosques, la luna y los campos”.
Después de muchos años de lecturas y, sobre todo, de relectura de autores como Blake, Goethe, Emerson, Thoreau, Whitman, Geddes y Mumford; y también gracias a mi propio renacimiento espiritual, he llegado a descubrir algunos de los tesoros que celosamente guarda la naturaleza.
Yo, que desde pequeño sentí una gran vocación por el descubrimiento de tesoros arqueológicos, nunca llegué a sospechar que mis principales hallazgos no serían recuperados bajo tierra, sino que me aguardaban en los estratos más profundos de mi alma. Puede que ambos tipos de descubrimientos, los arqueológicos y espirituales, estén conectados por un vínculo mágico que ahora mismo no soy capaz de interpretar, pero que es muy real. Sin lugar a dudas, la aparición del talismán con la imagen de la Gran Diosa fue la clave que me faltaba para mi gran descubrimiento espiritual.
Un hallazgo nada original, pero que no todos son capaces de interpretar y asumir a pesar de que el mensaje que contiene ha sido proclamado en multitud de ocasiones por los más importantes santos, sabios y poetas que ha dado la humanidad. Todos ellos, como una sola voz, pero de forma diferente y personal, han defendido el principio, contenido en el Kybalion, de la correspondencia, según el cual “como es arriba, es abajo; como es abajo, es arriba”. Un principio que se manifiesta en tres planos: el físico, el mental y el espiritual. Cuando Jesús dijo que “el Reino de Dios está en vosotros” significa precisamente lo que dice: que él sabe que Dios está en él y, por tanto, en todo yo humano. Podemos cambiar la palabra Dios por la de cosmos o totalidad y seguirá siendo la frase igual de valida y veraz.
Uno de los autores que mejor ha sabido condensar en pocas palabras este principio de la correspondencia fue el mitólogo Joseph Campbell cuando escribió “que el propio espacio exterior está en nuestro interior, de la misma manera que lo están las leyes que lo gobiernan. El espacio exterior y el interior son una misma cosa”. De esta idea se infiere que no puede haber ninguna transformación social que no venga precedida de una mejora individual de todo y cada uno de nosotros. Carl Gustav Jung escribió que “habría que contar con una especie de escuelas para adultos donde al menos se enseñase a las personas los rudimentos del conocimiento de sí mismo y del de los demás”. No obstante, el mismo cuestionaba la viabilidad de este tipo de “escuela de la vida”, ya que “para ello no existen maestros ni alumnos, ni medios de aprendizaje, ni cursos”. Se trata de algo que cada cual debe abordar por sí mismo, lo que “es demasiado impopular, y por ello todo sigue igual”. Lo único que puede ayudarnos, según el propio Carl Gustav Jung, es el cultivo de una serie de virtudes cristianas que hay que aplicar a uno mismo, a saber: la paciencia, la fe, la esperanza y la humildad.
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