Entre 1915 y 1923, con la llegada al poder de Mustafá Kemal Atatürk (1881-1938), forjador de la Turquía moderna, la Historia escribiría otra de esas crónicas que ponen de relieve la barbarie de lo que la raza humana es capaz de ejecutar. Me refiero a la masacre del pueblo armenio, conocida como el “genocidio armenio” a manos del Gobierno de los Jóvenes Turcos del Imperio Otomano, que recientemente ha recapitulado el CV Aniversario.
Por consiguiente, lo que con estremecimiento aquí se describe, son las señas de identidad de la comunidad armenia, por entonces oprimida, violentada y sacrificada cruelmente a una deportación impuesta con un éxodo por el desierto de Siria, revestida de maltratos, vejaciones, hambre y sed. Vicisitudes que se materializaron durante el intervalo que persistió la Primera Guerra Mundial (28-VII-1914/11-XI-1918) y unos años después.
Dicho conflicto ocasionó la decadencia del Imperio Otomano, la actual Turquía, que caería derrotada por las fuerzas rusas al cuajar una política de exterminio contra la minoría armenia. En aquel momento, las autoridades turcas prendieron en Estambul a 235 miembros de esta comunidad, culpándoles de confabularse y ayudar al zar para el declive del Imperio, hasta ejecutarlos en Ankara.
Luego, el Gobierno aprobó la ‘Ley de Traslado y Reasentamiento’, con la que dictaminó el exilio de los que residían en la zona. En el recorrido difuso y prolongado que iniciaron, hubieron de padecer ultrajes hasta cotas insospechadas.
En sus prolegómenos, este episodio desgarrador despuntó con años de acoso sobre los dos millones de armenios, en su amplia totalidad de religión cristiana que convivían en los límites fronterizos del Imperio.
En Anatolia, también denominada Asia Menor, bañada al Norte por las aguas del Mar Negro y al Sur y Oeste por el Mar Mediterráneo donde se encontraban, vinieron musulmanes que huían de los espacios que la misma autoridad iba perdiendo. De esta manera, se sentaron las bases para que comenzase una relación tensa. En auxilio de los armenios se hallaban organizaciones como el Partido Socialdemócrata Hunchak, fundado en 1887, o la Federación Revolucionaria Armenia, en 1890.
Fuentes oficiales de la República de Armenia, ubicado en el Cáucaso Meridional y estado independiente desde 1991, consideran que en ocho años se exterminaron a más de 1.5 millón de personas y otras 600.000 experimentaron la deportación, emigrando a Europa, Asia y América.
Si bien, la Dirección de la República de Turquía, heredera del Imperio Otomano, debió admitir con resentimientos que las matanzas se sucedieron, sin embargo, no acepta que desembocase en un genocidio, sino que por el contrario, argumenta que la destrucción masiva se desencadenó por choques interétnicos, enfermedades y la pobreza que se agrandó en el período impreciso de la conflagración.
Contrariamente a esta tesis, muchos historiadores, entre quienes se engloban algunos intelectuales turcos, sostienen que estos sucesos infaustos pertenecen a la definición de ‘genocidio’, por lo que se reconoce como el segundo más investigado, siguiendo la estela del Holocausto, conocido en hebreo como la Shoá.
Asimismo, analistas y escritores contemporáneos, objetan si el genocidio de los armenios por los turcos y sus aliados kurdos, se circunscribió exclusivamente a la etapa concernida de 1915 a 1918. Notoriamente, la eliminación sistemática surgió antes y reunió suficientes mimbres para este trecho siniestro.
Si este enfoque no se contemplase, existiría una posición exigua de la cuestión, porque en la coyuntura 1820-1890, respectivamente, los turcos perpetraron una escabechina de poco más o menos, 100.000 vidas que encasilló a griegos, búlgaros y armenios.
Desde 1894, en dos años liquidaron 300.000 armenios en Constantinopla y otros 30.000 en Adana, centro neurálgico de esta misma provincia en Turquía. A día de hoy, 30 naciones reconocen la práctica abominable de genocidio, como EEUU, Rusia, Francia, Alemania, Holanda, Argentina, Uruguay, etc.
Con estos antecedentes, la antesala de este pasaje se adentró en la categoría de genocidio, el primero de la amplia cadena de vicisitudes criminales de lesa humanidad, que con espanto envolvió el acontecer del siglo XX, encabezado por las masacres de los años 1984-1986.
De ahí, que aun no teniendo raíces armenias, nos sensibilizamos con un acontecimiento que no es la disyuntiva de una raza concreta, es el punto de inflexión que atañe a la humanidad, porque quién lo consumó, continúa desmintiéndolo.
Es sabido, que esta decisión política monstruosa se alcanzó al amparo de la guerra y sus ramificaciones y como producto de una evolución desfavorable de intransigencias xenófobas, en la que como no podía ser de otro modo, estuvo implicada la sociedad turca.
Y, qué decir tiene del destino que les aguardó a los supervivientes. Sería algo así como una dicha de destierro; o, tal vez, el castigo se ajustaría mejor a la terminología de esta realidad. Porque, a pesar de conservar el hálito de vida, no podían regresar a sus casas ni a la tierra que les vio nacer; y, mucho menos, rescatar a los miembros de su familia que difícilmente hubiesen logrado salvarse de este descalabro. Sólo les quedaba una escapatoria y esa dependía en la medida que se les acogiera en un territorio distinto, y con una cultura y lengua diferente. Ahora, toda la naturaleza alegórica que siempre les había acompañado, de golpe se ensombreció y jamás se rehízo.
A la condición de sobreviviente, hubo de añadírsele el de refugiado, emigrado o asilado; algo así como el compendio de las reciedumbres soportadas. En su desamparo más monstruoso de la masacre, los más pequeños cargaron con mayores barbaries que los adultos. Los que dispusieron directamente o acudiendo a chechenos o kurdos, procedieron al holocausto dando coherencia a sus artimañas.
Inicialmente, seleccionaron como blancos perfectos a los jóvenes y, a continuación, a los hombres de edad media, porque estaban en mejores facultades físicas de aguantar el exterminio y defender al resto de parientes, que a fin de cuentas iban a ser los siguientes sacrificados. En otras palabras: descartando al género masculino se amputaba cualquier probabilidad de fecundación.
Con deliberación, todo se ultimaba ingeniosamente para afinar el engranaje inicuo: que no quede ningún armenio en suelo turco, era la señal que se propagó como la pólvora. Con los asesinatos continuos y la deportación no hubo divergencias, porque esta última punteaba a la devastación. Los turcos disponían de un método oculto, utilizado en cuanto apareciese la oportunidad; desgraciadamente, valga la redundancia, el preludio de la Gran Guerra se convertiría en esa oportunidad.
El procedimiento planeado, tramado, concebido y metódicamente armado, radicaba en una matanza selectiva, más coordinada y mortífera que las que se habían promovido en el tiempo del Sultán Abdul Hamid II (1842-1918). El genocidio ya imperaba, pero se institucionalizó en el Congreso de Salónica el día 10 de agosto de 1910, suspendiéndose su culminación hasta el comienzo de la guerra, que indiscutiblemente se presumía.
En este escenario irresoluto, podrían referirse brevemente cuatro fases que aparejaron la aniquilación que estaría por llegar: Primero, hay que hacer mención al desarme, se decomisó a la población las mismas armas que con anterioridad, se les había facilitado con motivo de la campaña ruso-turca.
Segundo, el descabezamiento intelectual del pueblo, para ello se deshicieron de los políticos, escritores y religiosos, al objeto de impedir que la comunidad preparase una protección resuelta y eficaz. La reclusión de más de 600 personas ilustradas se promovió el 24 de abril de 1915 en Estambul.
Tercero, castración o destrucción física masculina. Nada ocurrió por casualidad, con el pretexto de la Gran Guerra, se alistaron en la milicia turca los varones armenios comprendidos entre los 15 y 45 años, lo justamente corpulentos como para aguantar el peso de un fusil que ninguna vez le llegaron a entregar. De forma, que los soldados sin más, se emplearon como mano de obra barata para hacer trincheras que prontamente habrían de erigirse en sus sepulturas.
Y, cuarto, la caravana camino de la muerte se constituyó en el símil de la deportación. Fuera como fuere, los turcos tenían que extinguir a los armenios y las huellas de su cultura, para que no constase una causa fundamentada en señuelos territoriales o garantías y derechos para las minorías. Las consignas, tramadas por el ministro del interior Mehmet Talat Pasa (1874-1921), como literalmente indica su telegrama enloquecedor debían ser “cumplidas, sin titubeos y haciendo caso omiso a la conciencia”.
Todo derivó que los mandatos eran tan inhumanos, que la obediencia debida de jefes y subordinados no llegó a ser en su conjunto ciega, al no aceptar las órdenes e instar a explicaciones precisas. Cuántas réplicas se diesen, suponía la ejecución inminente de quién se atraviese a contradecirla. Talat subrayó que “los armenios habían perdido el derecho a la vida en el Imperio Otomano”, eventualidad que se aceleró, porque con la evasiva de no derrochar munición para economizarla, se pasaron a cuchillo o fueron ahogados en el río Éufrates. Mientras, en los poblados y aldeas circundantes, permanecían los hombres enfermos, muchachos, mujeres y longevos. A todas y todos, les aguardaba otro capítulo perverso: la deportación.
En la plazuela de cada municipio se indicaba un comunicado que imponía a la urbe salir para la reubicación. El argumento perverso consistía en hacerles creer que se les agrupaba, con la finalidad de trasladarlos a un sector de exclusión bélica que los resguardaba del combate. Ya, Adolf Hitler (1889-1945) había marcado los campos de concentración con el lema: “El trabajo hace libres”…
Fijémonos en la disposición de los itinerarios que desembocaron en la deportación: con rumbo al Norte se los ahogaría en el Mar Negro; los que vivían en Anatolia eran conducidos sin alimentos y marchando hasta el desierto de Deir ez-Zor, donde posteriormente, eran fulminados a los pozos naturales para devorarlos con las llamas del fuego. Las técnicas de aniquilación eran verdaderamente espeluznantes y no se ponderaba ni el sexo o la edad de los atormentados.
Con lo cual, el guion trazado para el exterminio del pueblo armenio era impecable, pero lo que imposibilitó su conclusión efectiva radicó en las fuerzas rebeldes armenias, satisfechas por hombres y mujeres voluntarios que con arrojo detuvieron, al menos por varios meses, la irrupción de los turcos en poblaciones y caseríos. Por esta lógica, quedaron sobrevivientes al genocidio.
En cambio, otros lograron escapar al confundirlos con cadáveres. Sin inmiscuir, que vecinos turcos o kurdos no toleraban la política de su Imperio, por lo que previsiblemente dieron cobijo a los armenios. En tal caso, la pena de muerte acechaba ante la más mínima suspicacia de producirse este favor.
En esta espiral de deshumanización, concurrieron evidencias culturales armenias que no figuran en el negacionismo turco, al tratarse de bienes materiales que resistieron a los instantes más feroces de la hecatombe.
El percance del capital humano es definitivo, pero no es así con las composiciones extraordinarias de arquitectos armenios en sus modalidades de estatuas y edificaciones, como figuras talladas en piedra o templos, morabitos, oratorios, baluartes, etc.
Benjamín Whitaker, en calidad de relator especial propuesto por la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías, que es un Subórgano de la Organización de las Naciones Unidas, ONU, elaboró en 1985 un Informe sobre la ‘Prevención y Sanción del crimen de genocidio’, en el que enfatizó la trascendencia del tema examinado y la necesidad de su tratamiento, cuyo consenso atribuyó el reconocimiento del debate armenio.
Siendo primordial la sensatez y entereza de este experto inglés, que por su inquebrantable porte se configuró en constante ejemplo, de un organismo que aglutina una función importante en el engranaje de la ONU.
Sin más dilación, la conceptuación de ‘genocidio cultural’ expuesto en el Informe y sujeto a posibles reformas y agregados, se resuelve como “todo acto premeditado cometido con la intención de destruir el idioma, la religión o la cultura de un grupo nacional, racial o religioso por razón del origen nacional o racial o de las creencias religiosas de sus miembros”. Y en prácticas como, “la prohibición de emplear el idioma del grupo en las relaciones cotidianas o en las escuelas, o la prohibición de imprimir o difundir publicaciones redactadas en el idioma del grupo y la destrucción de bibliotecas, museos, escuelas, monumentos históricos, lugares de culto u otras instituciones y de los objetos culturales del grupo o la prohibición de usarlos”.
No cabe duda, que existe un abandono intencionado por parte del Gobierno turco con respecto a las construcciones de procedencia armenia; una desidia e indolencia que entraña el descuido y deterioración de estas cimentaciones, algunas atesorando trechos centenarios.
Otro perjuicio del patrimonio cultural armenio es la conversión religiosa forzosa, aun estando prohibida por el Islam, por la que grandes parroquias se transformaron en cárceles, cobertizos, mezquitas, albergues o recintos de deporte. La apropiación de bienes muebles o inmuebles por el Estado de Turquía, está respaldada por sus prescripciones nacionales que conservan sus orígenes en decretos otomanos de 1906.
Es una omisión incoherente consentir que esculturas cualificadas de máximo interés se deterioren por el impacto del estilo de vida de los seres humanos, o elementos atmosféricos u otros factores. Pero más aún, es una violación no tomar los cuidados precisos para preservarlos, pudiendo hacerlo.
Y mucho más, es una competencia que no debe prescindir en una nación como Turquía, miembro de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, abreviado internacionalmente, UNESCO. Hay un inventario lamentable de vestigios en amenaza persistente de ser demolidos o quizás, ya lo han sido.
Consecuentemente, el genocidio se contradijo desde el primer minuto que se emprendió, y desde entonces, solapadamente Turquía se ha empeñado en mantenerlo en el anonimato. El propósito era notorio: extinguir cualquier pista que delatase la presencia armenia en cualesquiera de las vías operables. A la muerte próxima y real, vino a integrarse la muerte representativa: proscribiendo a los niños en edad de hacer memoria, o imputando preceptos totalitarios que cercaran el mismo proceso del habla; el Estado turco llevó al extremo más insólito el negacionismo. Porque, por encima de todo, no debía quedar el más mínimo signo, representación, idea o símbolo armenio.
Remotamente y dispersas por el Viejo Continente, Asia y al otro lado del Atlántico, América, las víctimas que cargaron con la memoria viva, enmudecieron. Trasegadas a despuntar una nueva vida con sus familias descompuestas y muchas perecidas, no tenían a quién testificar el horror de lo acaecido.
Así, el luto de todo un pueblo, nunca tuvo un beso y un abrazo acompañado de un adiós imperecedero.
Y, por si no acabase este martirio, el vacío con la negación de los hechos, sostenido irónicamente por el Gobierno turco, ha adquirido un protagonismo radical en el impacto psíquico del trauma del genocidio; no dejando de ser un inconveniente para cualquier sumario eventual de duelo colectivo.
La insensibilidad de las matanzas y el negacionismo confabulado, encarama a la depravación más infundada, al no reconocerse siquiera la certeza de los asesinados. Con ello, se ha impedido cualquier ceremonia funeraria, como de significación y transmisión generacional.
Este es la narración sucinta del pueblo armenio, subyugado en las garras infernales del genocidio, que segó la verdad y la justicia.
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