Son las 05.30 horas y bajo el cielo grisáceo y sin alba, Pedro y yo cargamos el petate: 18 gatos se han afincado en la ladera de la Marina próxima al bar “Las Balsas”.
Mi perra, Abby, busca a Pedro nerviosa, rascando la puerta del ascensor, lloriquea, mueve el rabo compulsivamente y mira de derecha a izquierda buscando a Pedro.
Escuchar su silbido es para ella la felicidad. Él no ha dormido, está exhausto, ha pasado toda la noche trabajando en la residencia de ancianos. Allí está, día tras día, llamando a los gatos por su nombre; no se le escapa ninguno, los conoce a todos y todos lo conocen a él. Lo esperan, le rodean las piernas, ronronean, iluminan la noche con sus ojos y saben que él llegará a la misma hora. Aunque no tengan reloj lo saben.
Después de tanto tiempo, Abby, mi perra, es uno de ellos: los huele, ellos la siguen como si de otro gato se tratase, intenta zamparse su comida y Pedro, dándole patadas a la dieta de los animales, abre una lata que hace las delicias de mi Abby.
La colonia rompe filas, llueven gatos de los árboles, de los matorrales, de los rincones. Los gatos son legión.
Tienen sus reglas: respetan sus turnos, es raro verles competir por la comida, nos miran impacientes para la siguiente lata. Algunas veces Abby ha metido sus morros caninos y ha podido probar bocado.
Al parecer, hay dos turnos en la colonia para atender a los animales a lo largo del día, pero esta es la hora del desayuno.
Pedro es el flautista de Hamelín y los gatos lo siguen para saber que no están abandonados, que su colonia cuenta con tres miembros más.
Desayunamos en Las Balsas del antiguo Hospital aguantando las críticas de los clientes: estáis enfermos, tenéis el síndrome del arca de Noé. Pedro defiende a su manada: “Vosotros fumáis y bebéis, yo no os digo nada. Dejarnos en paz”.
Pedro se moviliza en las redes sociales pidiendo comida. Un euro, tres euros, no importa, lo que sea. Y, como siempre, muchos voceros afean su actuación.
Los gatos ceutíes son otra de las asignaturas pendientes de la ciudad. Pululan por las calles dejados de la mano de Dios, sin castrar, sin control veterinario, reproduciéndose, algunos abandonados por sus dueños porque piensan que son objetos inservibles.
Yo reflexiono sobre lo que me enseñan los gatos: los observo, estudio sus movimientos, su organización, su lenguaje. No sé qué pensarán ellos de nosotros, de Pedro, de mí, de Abby. De lo que estoy seguro es de su generosidad, su empatía, su cariño sin alharacas, de su no renunciar a la libertad. Pero también pienso que hay muy pocos Pedros para tantísimos gatos.
Me gustaría invitar a Trump a Ceuta para que vea que los migrantes no se comen a los gatos en Ceuta y al que podríamos comernos sería a él para liberar al mundo de tantas atrocidades.
Abby y yo nos vamos a la cama que mañana hay que madrugar.
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