Opinión

El gallo veleta

En el pasado siglo hacía yo la travesía a Ceuta a causa de unos trapajos para mi empresa. Cada tarde, solía sentarme en uno de los bares del puerto y allí gustaba de un cigarrillo y de un buen café, momentos de paz en los que en nada envidiaba a Pierre Lotti sentado en una terraza a orillas del Bósforo.

En el bar, un parroquiano con quien a veces charlaba logró provocar mi interés al afirmar que más hermosa aún que la otomana ornato de mi paquete de tabaco, era la morisca de la leyenda que estaba dispuesto a contarme, si yo accediera a oír el cuento .Y fue este el de un gallo que apareció una noche de improviso en todo lo alto de la antigua catedral de Nuestra Señora de la Asunción ,expulsando al anterior gallo de veleta -recordatorio de las tres negaciones que San Pedro hizo de Cristo- Leyenda muy conocida en su época y que ahora iba a ser contada de nuevo.

Era aquel el l tiempo en que la vila de Ceuta o cidade , o como se la quiera llamar, estaba formada por una serie de fortalezas y mansiones de antiguos mutawiesa y de acaudalados comerciantes, comunicadas entre sí por galerías subterráneas -que al decir de los exagerados atravesaban el Estrecho- con salidas fuera de las murallas, ocultas siempre entre la maleza, dominio del esquilón y la culebrilla.

Vivía en Ceuta un personaje notorio, el médico y alquimista Alman Yatub Aahuwr, favorito que fue en la Corte de Enrique IV de Trastámara por su denodada búsqueda del Oro Potable. Al poco tiempo de la muerte del monarca y como los nuevos reyes no soplaban gaitas, hubo de poner tierra de por medio, instalándose provisionalmente con su hija en la ciudad de Ceuta, provisionalidad que se prolongó indefinidamente, dedicándose libremente a sus estudios y atendiendo a los enfermos que acudían de toda Europa a pasar consulta.

Sucedió que del redondo aparejo de una nao cayó un paje de escoba, el cual se rompió una pierna y se le formó un coágulo bajo el costillar, razón por la que el arráez del barco decidió llevarlo a la casa del afamado médico. Era esta de estilo andalusí, de dos plantas, patio con árboles frutales, jazmines y demás plantas aromáticas y fuente clara en el centro. A los aldabonazos de los recién llegados , mandó el médico abrir la puerta y cuando el arráez entró con el herido portado en unas parihuelas, pudo contemplar a una bella morisca sentada junto a la fuente, con un dorado escabel para sus pies descalzos, ornados sus tobillos con relucientes y finas ajorcas , la cual pulsaba las cuerdas de un laúd. Era la hija única y, por ello más querida, del sabio. Fue un encentro sin palabras.

El arráez, en tanto que el médico curaba al joven, compensaba el mal momento lanzando, por medio de la ventana, encendidas miradas a la joven que en el patio cantaba con armoniosa voz:

Oh, ¿quién anhelaría atesorar la imagen del sol?

Pues aunque mil la miren no sufrirá menoscabo, ¿por qué motivo deseo contemplarla sola yo?

Dada la cura, se alejaban ya de la casa, cuando una sirviente obsequió al arráez con un pañuelo, recuerdo de su visita. Cuál no sería su sorpresa al encontrar dentro una misiva que decía:

“Acude esta noche al rodal de Aljamila y una sirvienta te llevará hasta mí”

Entendió que pudiera tratarse de un buen lance, así que desde la primera estrella aguardó en el rodal hasta que una doméstica, cubierto el rostro por un hylab, le condujo por un pasadizo, iluminando las oscuridades con un pequeño fanal que portaba. Le advirtió la doméstica que tuviera cuidado de no ser notado al pasar ante dos grandes portones. Uno de ellos herméticamente cerrado y el otro entornado, que arrojaba a la galería un intenso rectángulo de luz. Eran las oficinas del sabio y ella tiró de su brazo con el fin de apartarlo de allí y llevarlo hacia una escalera por la que se accedía a una de las estancias de la casa, aposento de su señora. ¡Qué sorpresa! Lo que menos esperaba era que al despojarse ella del velo fuese a contemplar la belleza singular de la mujer que le había cautivado. Aquella noche hablaron larga y entusiastamente como suelen hacerlo los enamorados. La segunda noche, el arráez porfió, suplicó, prometió unión perdurable, juró amor por siempre y amenazó con no volver más, hasta conseguir ablandarla.

Los encuentros se repitieron, y cada noche el arráez recorría el subterráneo en busca del amor de la morisca, tan intenso que en ocasiones habían de andarse con cuidado para no despertar al anciano que dormía en la habitación contigua si era que se no se hallara en los subterráneos dedicado a cábalas y experimentos.

Un amanecer halló el arráez la puerta de una de las oficinas totalmente abierta y al no haber nadie en el interior no pudo evitar entrar y curiosear el bagaje propio de la espagiria o, si se quiere, de un alquimista. Allí estaba el alambique de tres brazos, el atanor con las cazuelas de arcilla para la fundición colocado sobre un hornillo de trébede que ardía con azulada llama. Vio hornos de reverbero, ollas, crisoles, platos con posos de stibium , de cobre reluciente y de oscuro plomo refinado hasta la calcinación. Plúteos con inmemoriales rollos de pergamino y códices sujetos con dientes de león y vitrinas repletas y mapas astrológicos. Olió los efluvios de las combustiones, de líquidos bullentes y metales fundidos , olor tan intenso que era difícil permanecer allí.

Lo comentó con la joven y esta dijo que su padre era capaz de hacer grandes cosas; abrió un arcón y sacó una especie de gallo de áureo pico, plumas como escamas de plata y creta del color del zafiro. El artilugio caminaba, cacareaba cantaba y batía las alas a la voz de su dueña, premiándole con unas bolitas de metal plateado que el «gallo» picoteaba ante el divertimento de la joven que dejaba oír la risa más hermosa, afirmando que ese «gallo» conoció tiempos mejores. Comentó él jactanciosamente que con tales acciones ese artilugio era mucho más inteligente que cualquier miembro de su tripulación.

Entre estas distracciones y otras, el tiempo de atraque finalizaba y el arráez hablaba cada vez más de los vientos que había de coger en el Atlántico hasta llegar a Lisboa y en el Mediterráneo, pues le aguardaban múltiples singladuras. Aasí nombró a los alisios, a la itálica tramontana, al poderoso levante o el irreducible saláwq.

-¿Y tales vientos te traerán de vuelta a mí? - preguntó la joven entre sorprendida y preocupada.

Contestó el arráez que pensaba que no y ella preguntó si acaso a la vuelta de esos viajes.

-No, porque luego habré de arrumbar a Valencia y desde allí zarpar hacia el Peloponeso.

-¿Pero no llevan los vientos hasta donde el experto y afortunado arráez desea? ¿A Ceuta conmigo?

-Difícil lo veo, según los fletes y que habré de tirar hacia las Indias, donde sé que navegaré en la cubierta de un buen barco - y contó que así se lo había profetizado una anciana pitonisa echadora de cartas.

La bella agarena no hubiera deseado oír nunca tales peregrinas e hirientes excusas y preguntó cuántas noches quedaban para dejar de verse, en tanto que contenía las lágrimas .Él repuso que tres.

Al término de la tercera noche, salía el arráez del postrer encuentro cuando ante uno de los portones irrumpió la imponente figura de Alman Yatub Aahuwr, que ciertamente no le miró con buenos ojos, sino que estos llameaban. Picoteaba el gallo junto a sus pies y preguntó el anciano con poderosa, tonante e irascible voz

-¿Es este «gallo» más que un hombre, más que una mujer?

El arráez no se atrevió a contestar. El anciano profirió:

-Este «gallo» es mucho menos que una mujer o que un hombre y tú serás mucho menos que él -y le reprochó airadamente el haber roto su promesa con su hija -la lealtad y la fidelidad personificada- y lo arrastró hasta la sala cuya puerta nunca se abría y allí lo convirtió en gallo de veleta colocándolo sobre una de las torres de la antigua catedral. Ni que decir se tiene que las autoridades buscaron al arráez sin encontrarlo. Y los ceutíes comentaron la súbita aparición del nuevo gallo sin que nadie diera razón de ella, haciéndose habitual porque allí quedó por largo tiempo sufriendo nublados y vendavales , dando servicio hasta que un rayó dañó la veleta siendo retirada y olvidada en un trastero de una de las canonjías. De forma casual y muchos años después, el capitán del Tifón, un galeón de guerra llegado desde Nápoles, se encaprichó de ella y la colocó, junto al chamuscado «gallo», en lo más alto del mástil de su barco. Hizo el Tifón la guarda del Perú hasta dar en el arsenal de San Fernando para el desguace, sin noticia acerca de si «gallo» y veleta resultaron fundidos o si ambos se perdieron mucho antes, incierto final para una historia de este calibre.

Finalizado el trabajo para mi empresa y de vuelta a la Península, contemplando el denso oleaje del Estrecho, di en pensar que como nada seguro se sabía acerca del final de ese «gallo» , pudiera darse el caso de que una galerna lo desmontara del mástil y se hundiera en las aguas de los Patagones o de la Tierra del Fuego, en cuyo fondo repose o que se las hubiera apañado para volver a su primera plaza en Ceuta y posado en la actual catedral añore sus pasados amores con la belle agarena, que tratándose de «gallo» tan tornadizo vaya usted a saber.

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