La frustración es nuestra segunda piel. Ceuta ha ido interiorizando con una infinita resignación, no exenta de culpabilidad, las derrotas con las que se han saldado todas y cada una de las causas que hemos defendido (o emprendido) de manera colectiva en el convencimiento de que constituían (o debían constituir) los cimientos de nuestro proyecto de Ciudad. Así hemos terminado por asumir la impotencia como un componente esencial de nuestra conducta social. No nos sentimos capaces de saltar ninguno de los muros que se interponen en nuestro camino. No nos sentimos capaces de sacudir ninguno de los barrotes que nos enjaulan. El ejemplo más claro (definitorio en sí mismo) es nuestra actitud ante el indecente paro estructural, que ya forma parte de nuestro paisaje natural y lo percibimos con la calma de lo cotidiano. Pero la indiferencia no resta dramatismo al hecho. El setenta por ciento de los jóvenes ceutíes está en paro. Claro y concluyente.
Lo que partidos políticos, agentes económicos y sociales, administraciones públicas y entidades ciudadanas de toda clase y condición califican con enfática solemnidad como la prioridad por excelencia (la lucha contra el paro), en la práctica se traduce en la nada más sonrojante. Es duro asimilar que un objetivo que concita tal grado de consenso se sienta cada vez más lejano e inasible.
Lo más terrible es que no estamos paralizados por desconocimiento (de las causas) o controversia (sobre las soluciones). Transcurridos treinta años desde que quedó finiquitado el viejo modelo del “puerto franco”, ha dado tiempo más que suficiente de ahormar un proyecto alternativo. Y así es. Más allá de leves matices y alguna variante, existe un elevadísimo grado de coincidencia sobre el camino que debemos recorrer. Está escrito (en la Ponencia de la Comisión Mixta Congreso-Senado y el Plan Estratégico del Pleno de la Asamblea, ambos aprobados por respectivas unanimidades en dos mil once). A pesar de ello no logramos ningún avance.
Ni en las decisiones de gran calado (como la inclusión en la unión aduanera), siempre ralentizadas cuando no directamente rechazadas por la sutil presión de Marruecos; ni en las medidas de menor rango (y complejidad) aplicables a sectores o problemas concretos (como podría ser el abaratamiento de la travesía del estrecho). Deberíamos detenernos y reflexionar. ¿Por qué sucede esto?
La causa de esta deserción generalizada es la percepción de debilidad que embarga a todos los actores. El partido que gobierna Ceuta desde hace quince años ha llegado a un estado de confortable debilidad provocado por un infame narcisismo.
No se mueve porque nada le impele a ello. En su subconsciente domina la idea de que “cuando un negocio funciona, no limpies ni el polvo”. En este escenario cosechan una mayoría absoluta tras otra. El PP ha elaborado un discurso exculpatorio que reviste de esporádicos pronunciamientos de compromisos de futuro para disfrazar su interesado conformismo.
Los partidos de la oposición representan la viva imagen de la debilidad política. Fragmentados y enfrentados entre sí, emplean su tiempo y malgastan sus energías en ratificar su existencia y descalificar a sus competidores (devenidos en oponente). Su debilidad les impide liderar una movilización social de la envergadura necesaria para preocupar al poder (y forzar cambios de políticas). Su actividad se pierde en la irrelevancia de inofensivos titulares de prensa a modo de certificados de impotencia.
Los sindicatos se encuentran sumidos en ignotas cotas de debilidad. Presentan datos más que aceptables de afiliación y representatividad; pero son cifras engañosas, porque su configuración interna también está condicionada por el enorme peso de la administración pública (un sector menos vunerable).
Su capacidad de movilización en el sector privado de la economía es mínima. No digamos entre los parados. Muy amplios segmentos de la población ocupada local escapan a la influencia de las centrales sindicales (ilegales, trasfronterizos, y precaristas fundamentalmente). El empresariado presenta claros síntomas de desvertebración. La representación que queda exhibe una debilidad extrema. Entre las empresas que se mueven fuera de la órbita institucional (en la economía sumergida) y las “paracaidistas” (procedentes de la península) sin el menor compromiso con esta Ciudad ni con su gente; los “últimos de Filipinas”, con más entusiasmo que confianza, se han convertido en una tenue voz de una “conciencia perdida”, a la que nadie atiende.
El panorama es desolador. No merece la pena disimular. Ni seguir fingiendo. Es hora de apelar al sentido de la responsabilidad del conjunto de la ciudadanía en general, y de cuantos participan activamente en la vida púbica en particular. Es el momento de espolear nuestro amor propio y sacar fuerzas de flaqueza para reiniciar la lucha contra el paro. Para ello es preciso que cada uno de los implicados haga un profundo examen de conciencia sobre su posición relativa, y adopte las medidas precisas para superar sus debilidades. Y a partir de ahí, asumir un principio que esta Ciudad se niega a aceptar (todavía): “Superar los retos que tiene Ceuta ante sí, unidos, es tremendamente difícil, desde la división es absolutamente imposible”.
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