Incluso los augurios más pesimistas han devenido en cándidas previsiones a la vista de los acontecimientos. El acelerado desplazamiento del “sentir general” hacia posiciones dominadas (tradicionalmente) por la extrema derecha ha tomado cuerpo hasta convertirse en una amenaza real para la propia democracia. El debate público se ha prostituido de tal modo que ya es imposible encontrar un atisbo de inteligencia (el Presidente del partido con más diputados en el congreso (PP) dice que va a volver a prohibir el aborto para poder pagar las pensiones). Todos los límites que deben encuadrar la actividad política en un sistema democrático se han evaporado ante un apabullante desconcierto de inquietante desenlace. El modo (irracional) en que se han abordado asuntos como el intento del golpe de estado (versión 2.0) que se está produciendo en Venezuela, o la intención de favorecer el diálogo para resolver el conflicto catalán (introduciendo la figura de un mediador), es una prueba concluyente. La verdad ha dejado de existir. La razón es un atributo dañino. Pensar está penalizado. Las instituciones han sido superadas y sepultadas. La ley, vilmente manoseada, ya sólo es un arma de parte. La derecha ha decretado el estado de excepción. dispuesta a arrasar con todo lo que se interponga en su camino hasta “volver a ganar la guerra civil”. La izquierda, apocada e insegura, desorientada y dividida (hasta el esperpento), no se siente con la fuerza suficiente para impugnar con la contundencia necesaria el macabro relato del neofascismo, y se repliega en funesta contradicción con sus propios ideales. Quizá cuando Pablo Iglesias llamó a la “alerta antifascista” no iba tan desencaminado y no supimos verlo.
Nuestra Ciudad, férreamente dominada por la derecha durante dos décadas, se yergue ahora como paradigma del incipiente resurgir neofascista. Parece que hemos asumido la barbarie en su más amplio sentido como nuestro particular “sentido común”. Es como si nos embriagara el orgullo de decir “a los ceutíes a fascistas no nos gana nadie” (ver las propuestas aprobadas por el Consejo de Gobierno para modificar el Código Civil, la Ley del Menor y la de Extranjería, es tan clarificador como estremecedor). El ambiente es irrespirable. Cuando pensamos que hemos llegado al límite, y ya nada puede asombrarnos, un nuevo dislate nos muestra que aún no calibramos bien la profundidad del abismo. Ya casi no se puede hacer nada con normalidad. El Foro de la Educación ha sido la última víctima de la enardecida marabunta.
Este órgano de reflexión, debate y propuesta en el ámbito educativo en nuestra Ciudad, analizó en su última sesión, la respuesta que el modelo actual ofrece a las personas que se incorporan al sistema de manera temporal o transitoria. Un debate teórico cuya finalidad era determinar (y en su caso proponer alternativas) si nuestro vigente sistema educativo está en condiciones de hacer efectivo el inexcusable derecho universal a la educación (no sólo a ocupar un puesto escolar) de todos los menores, teniendo en cuenta un nuevo contexto social, cada vez más heterogéneo y cambiante, en el que (ya) son muchos los niños y las niñas que están “de paso”. Evidentemente este fenómeno en nuestra Ciudad se concentra en su mayor medida (no en exclusiva) en los menores extranjeros no acompañados. La mera aparición del término MENA en la información difundida, actúa como un resorte automático que impele a la ingente legión de fanáticos de la exclusión a significarse (y rugir) como “salvadores de Ceuta”. La traducción que han hecho de un interesante (y necesario) debate que nunca debió sobrepasar su estricto ámbito pedagógico, es que el “Foro quiere escolarizar a todos los menores extranjeros no acompañados”; y a partir de ahí, como ya es habitual, se abre la veda a las más variopintas y abyectas iniciativas aniquiladoras. No merece la pena detenerse en rebatir las innumerables opiniones vertidas por individuos y partidos políticos, que carecen de escrúpulos y principios, y son enemigos de la razón por naturaleza. Pueden seguir vomitando su pútrida bilis hasta envenenarse ellos mismos.
Sin embargo, sí es obligado dar una respuesta al Gobierno de la Ciudad, porque en este caso se trata de una institución que nos representa a todos y está obligada a observar los valores constitucionales y, sobre todo, a cumplir la ley. El PP puede pronunciarse como le parezca oportuno aunque sus opiniones sean repugnantes. Pero el Gobierno no es el PP.
No puede decir el Gobierno de la Ciudad que está “en contra de la escolarización masiva de los menores extranjeros no acompañados”. Y no puede hacerlo porque es el anuncio de una prevaricación que la fiscalía no puede pasar inadvertida. Al margen de la atrocidad que supone en términos morales acusar a niños que desconocen por completo de ser disruptivos y dañinos para el resto del alumnado (algo probadamente falso); tal declaración supone un flagrante incumplimiento de la ley (todas las personas menores que residen en nuestro país tienen que estar obligatoriamente escolarizadas porque así lo establecen las normas de aplicación). Precisamente quienes se pasan el día pregonando que la democracia se basa en el cumplimiento de la ley; se permiten el lujo de privar a unos ciudadanos de sus derechos constitucionales; incumplir la ley y jactarse públicamente de ello. Pedirles sensibilidad con los seres humanos necesitados es ya una entelequia. Pedirles vergüenza y pudor es un imposible. Pero al menos, que no se sitúen fuera de la ley como vulgares malhechores.
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