Categorías: Opinión

Franquismo vivo

El procesamiento del juez Garzón por investigar los crímenes del franquismo, ha provocado una fuerte convulsión en la opinión pública sumiendo al país en un profundo desconcierto. Independientemente de que el instructor de la causa haya sido capaz de encontrar algún resquicio que permita justificar forzadamente su actuación desde la óptica de la técnica procesal, lo cierto es que ningún poder del estado puede sustraerse a la legitimidad social que lo dota de sentido. Y esta decisión pulveriza un principio fundamental instalado en la conciencia de toda sociedad democrática: el delito debe ser perseguido y sancionado. En la loable intención de esclarecer asesinatos y torturas los jueces pueden cometer errores, e incluso excesos, pero en ningún caso esa actitud puede ser punible. De ahí la  perplejidad devenida en indignación universal. No puede prevalecer una nimiedad reglamentaria sobre la esencia propia de la justicia.
El virulento debate suscitado pone de manifiesto las notorias imperfecciones de la transición española de la dictadura a la democracia que, a fuerza de reescribir la historia, goza de un inmerecido prestigio. Fue un proceso radicalmente injusto. Sólo así se puede calificar un pacto infame que condenó a millones de víctimas inocentes a la humillación perpetua, y eximió de toda responsabilidad a acreditados delincuentes, elevados por decreto ley a la categoría de honestos demócratas y ratificándolos en sus ilegítimos privilegios. El hecho simbólico de que el Presidente de Honor (¡menudo sarcasmo!) de un partido “de gobierno”, el PP, que representa a millones de ciudadanos, sea un ministro de Franco que ha participado directamente en fusilamientos políticos, es una prueba tan contundente como irrefutable de la enfermedad insuperada que corroe las entrañas de la democracia española.
Este cierre en falso de la tenebrosa época de la dictadura franquista ha impedido que la cultura democrática haya arraigado definitivamente. La democracia no es un texto legal sino un modo de entender la vida en común. Y el franquismo sociológico sigue muy presente en nuestro país. Las actitudes y conductas más deleznables, heredadas de aquel régimen, son practicadas y exaltadas por devotos militantes de una derecha reaccionaria y cavernícola escondida, por mero interés, en un partido formalmente democrático, como el PP. La menor controversia sobre valores morales, rescata del fondo de sus ennegrecidas almas un inquebrantable espíritu liberticida, clasista y represor incompatible con la democracia.
Este franquismo latente que en el conjunto del  país se percibe con premeditada sutiliza, en nuestra Ciudad se exhibe con toda su fuerza y sin ningún pudor. Incluso en sus signos externos. Todavía en Ceuta se ve con normalidad, en un ejercicio de patética retrospección, que los uniformes de la autoridad militar presidan los actos de la sociedad civil. El PP está aprovechando su hegemonía política para imponer paulatinamente los modos y maneras de la ideología totalitaria. Impera la exclusión del disidente y la retribución en privilegios (dinero o trabajo) de los afectos al régimen. Se criminaliza toda opción de pensamiento crítico y se cercena la libertad de expresión. Se favorece la existencia de una casta dominante. Y se tiende a identificar los designios de la Ciudad con los de su Presidente. Hasta el argumentario político que se difunde desde el poder empieza a parecerse terriblemente al que utilizaba Franco. Blanden como méritos propios  los efectos del progreso material que proporciona el desarrollo económico (Franco decía que cuando llegó al poder los españoles iban en alpargatas y el los llevó hasta “el seiscientos”).
Es verdad que Ceuta ha cambiado mucho. Pero no más que cualquier población española. Es la consecuencia de un gigantesco programa de inversión pública, sin parangón en nuestro país, sustentado por los Fondos de Cohesión provenientes de Europa, no de la gestión de Juan Vivas. Para colmo, en el último debate del Estado de la Ciudad, pudimos oír lo que faltaba.
El PP conminaba a marcharse de Ceuta a quien disentía del Gobierno (concretamente la mandaron a  Castillejos en taxi). La respuesta invariable de los franquistas a quienes reclamaban libertad, era una invitación a abandonar España si no les gustaba el régimen. A este paso, terminaremos viendo a Juan Vivas pescando carpas en el pantano, y a una cola de babosos aduladores poniéndole pececitos en el anzuelo para que sienta feliz y nos gobierne mejor. Todo se andará.

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