Hay flores de otro mundo, flores que no se marchitan, que aparecen en los caminos, en los senderos, en las cunetas. Están por todas partes; crecen en los sitios más remotos aunque su belleza pase desapercibidas.
Nacen sin ser cultivadas, no necesitan abono, ni tierra, ni agua, ni sol. No adornan grandes jarrones ni centros de mesas. No se ponen ni en el pelo, ni en la solapa, ni acompañan a los muertos al cementerio. No las vemos llenas de rocío de la madrugada ni bailando mientras el viento sopla con fuerza en cualquier noche de otoño.
Son flores de otro mundo, flores extrañas de tonalidades indefinidas y de aromas indescriptibles.
Yo las he visto porque las he buscado, porque me hablaron de ellas, porque no perdí la esperanza de llegar a un jardín verde, rojo, amarillo, violeta en una selva urbana en la que transito cada vez que tengo que habitar las 24 horas imparables.
Tú también habrás estado ahí, entre ellas y habrás pensado que son hierbas, malezas, matorrales que deberás podar.
No es así, no has comprendido su frágil grandeza su resplandor, la frescura de los pétalos abiertos.
Son flores de otro mundo mi compañera de piso que resiste en la lucha cuando y vuelve a empezar desde la nada, mi amigo Pedro ganándose la vida atendiendo a ancianos, acompañando a la soledad y al abandono de personas excluidas reivindicando su inclusión con una sonrisa más potente que la espada. Los padres que pierden a sus hijos y deshacen su nudo en la garganta con la ferocidad del cariño inagotable. Las madres de mayo a las que les arrebataron a sus hijos y no se rinden buscando a sus nietos. Los suicidas que no se suicidan, los muertos que plantan cara al destino, las mujeres que se cortan el cabello y gritan al mundo el horror del fanatismo.
Ahí están, los desahuciados por la enfermedad haciendo un pulso con un gigante en una batalla perdida, los que huyen de la guerra más pobres que la pobreza y los ves sin nada, pero escapando con sus perros. Los que barren las calles silbando mientras recogen las basuras de los botellones.
Viven en oquedades esas rosas, esas trece rosas asesinadas. Llueven las azucenas cuando estalla la solidaridad en cualquier lugar en ninguna parte. Brotan las margaritas en los rostros cansados, apesadumbrados por el desasosiego.
Y hay azucenas en las manos quemadas de las jornaleras que trabajan por sobrevivir saltando las fronteras. Serán claveles y gladiolos los soldados que paran sus tanques en una rebelión por la paz.
Hasta en los campos de concentración asoman lirios, damas de noche que se visten con el aroma de jazmín para mitigar el holocausto.
Confieso que ando descalzo en una alfombra de gladiolos protegidos por los geranios. Son las flores de otro mundo que nos susurran con una voz movida por la brisa que la vida debe seguir, que no todo está perdido y que debemos tener el compromiso de regarlas aunque la sequía abra la tierra.
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