En 1516, el inglés Tomás Moro publicó su “Utopía” y desde el s. XVI este es el nombre que se le da a la sociedad ideal que se pretende alcanzar , aún a sabiendas de que es inalcanzable. Moro llamó con este nombre a aquel mundo idóneo para una vida buena, que no para la buena vida, aludiendo a dos palabras griegas: eutopia, «buen lugar» y outopia, «ningún lugar».
Fue este concepto de utopía y su persecución el que alentó la idea del progreso social, característica fundamental de la modernidad. El mundo moderno era un mundo fundamentalmente optimista, superados ya los miedos del milenarismo, y en pos de ese ideal, la Ilustración, con Kant a la cabeza, se puso en marcha para sustituir el «Ser» por el «Deber». El «Ser» era algo irracional, que no dependía de nosotros, pero el «Deber» era totalmente dictado por la razón. Así, autores como Oscar Wilde o Anatole France, ya en el s. XIX, afirmaban sin tapujos que “El progreso no es más que la realización de las utopías”1; o que “La utopía es el principio de todo progreso y el diseño de un futuro mejor”2.
Sin embargo, la modernidad pasó, superada por la postmodernidad, y el significado originario de “progreso” como persecución de utopías dio paso a otro muy diferente: alejarse de las utopías fallidas. Hoy, para muchas gentes de sociedades que creían alcanzado su utópico fin, progreso no significa otra cosa que huir de aquello que ha demostrado no ser tan bueno como se esperaba, espoleados por las frustraciones pasadas y no por la posible consecución de dichas futuras. La idea según la cual los seres humanos pueden sustituir el mundo-que-es por otro diferente construido por ellos, aunque recurrente, ha resultado ser falaz.
En realidad se ha olvidado por completo su carácter de irrealizable (outopia) para perseguir la eutopia. La utopía socialista nació como huida del capitalismo salvaje decimonónico, y la ilusión de su consecución en algunas sociedades no ha podido ser más traumática, puesto que finalmente ha convertido en utopía para mucha gente aquello de lo que se huía. Hoy el sueño de muchos cubanos, como antes lo fue el de muchos habitantes al otro lado del «Telón de Acero», es huir a los países capitalistas, sin pensar que lo que les llevó a su situación fue precisamente escapar de lo que el capitalismo les ofrecía.
La confianza moderna en que bajo la dirección del hombre el mundo podía ser moldeado de un modo más adecuado para satisfacer las necesidades humanas ha quebrado totalmente en la actualidad. La palabra progreso ya no indica un movimiento hacia lo mejor, sino la huida de un desastre que nos pisa los talones: el hambre, el cambio climático, los conflictos armados o la caída de un asteroide. La utopía ya no es un futuro de mejoras compartidas socialmente, sino la mera supervivencia individual. Y dejamos el progreso en manos de técnicos especialistas o de la suerte. Buena suerte es mejorar o mantener la propia economía y salud, es decir, mantener la mala suerte alejada. Nos esforzamos por mantener lo conseguido y no perderlo, más que por conseguir nuevas metas. Cuando no lo conseguimos nos convertimos en perdedores y esto es intolerable, pensamos. Así, nos esforzamos en realzar nuestra imagen de triunfadores en las redes sociales, estando a la última en modas y gustos, a pesar del tremendo esfuerzo que supone. No podemos permitir que los demás piensen que hemos caído del carro del progreso y nos desquiciamos con dietas, rutinas de ejercicios y filtros para hacer creer que finalmente hemos alcanzado nuestra propia utopía individual, porque nuestro ego no conoce límites. Pero, cuando no lo conseguimos, la frustración es insoportable, puesto que ya no tenemos a Dios, ni a la sociedad, ni siquiera a unos gobernantes incompetentes a los que echar las culpas. Es una de las terribles consecuencias del individualismo: las culpas ya no son compartidas.
Hoy, el viaje se ha convertido en la finalidad misma, sin importar el destino final. No importa la meta, sino el camino, y una vez alcanzada nos damos cuenta de que la frustración sigue ahí, por lo que nos imponemos nuevas metas con la única finalidad de mantenernos en marcha y estar eternamente de viaje. No se me ocurre mejor metáfora que la del eterno viaje para expresar lo que pretendo decir y el
definitivo fin de las utopías. Aunque quizá, el mismo viaje se haya convertido él mismo en una utopía, puesto que promete la misma meta inalcanzable ofreciendo a cambio vivir dentro de la misma utopía.
El estoico Epicteto3, haciendo una metáfora entre la vida y el juego, escribió que los buenos jugadores son aquellos a los que no les importa la pelota como bien, sino como jugarla bien. Lo que nuestro filósofo quiso señalar es que en la vida lo importante no es el bien material, sino cómo lo utilizamos. En moto, en barco, en avión, incluso a pie, se pone en camino una población innumerable que espera del viaje el placer de afrontar el azar. Se trata de un nomadismo común a todas las sociedades industriales que han superado la mística del trabajo remunerado, común al capitalismo y al marxismo en que la frustración humana se agota en la posesión de bienes, para dar lugar a estrategias de posesión que hacen de las cosas un procedimiento de placer. Poseer una moto, un coche,… no es solo consumir. Es arrancar a la sociedad económica un poco de irracionalidad para vivir, aunque sea en vacaciones, la utopía; puesto que sin ella sería insoportable la existencia.
1 Oscar Wilde, El alma del hombre bajo el socialismo.
2 Anatole France, citado por Zygmut Bauman en Tiempos líquidos. Vivir en una época de incertidumbre.
3 Epicteto, Conversaciones: “Lo importante no es lo que representa la pelota, el bien o el mal, importa cómo lanzarla y atraparla”.
Licenciado en filosofía por la Universitat de Valencia (1994) lleva dedicado a la docencia hace más de treinta años. Colaborador habitual en medios de prensa escrita es autor de varios libros
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