Opinión

Un filósofo en el SEPE

Recuerdo mis primeros pasos por el mercado laboral a comienzo de los años 90. Había salido de la Facultad de Filosofía. “Licenciado en Filosofía pura”, ahí es nada.

Sabía que mi destino sería la enseñanza pero también era consciente de que “eran malos tiempos para la lírica” que se suele decir, expresión coloquial que sirve para describir momentos poco propicios como los que parece que están llegando.

Las bolsas de trabajo estaban cerradas, las oposiciones eran imposibles porque no tenía tiempo de servicio, carecía del perfil que buscaban los colegios privados: profesores que imparten de todo, antiguos alumnos, hijos de católicos militantes las más de las veces, contratos en precario, afines al ideario del Centro y aplaudidores de la madre superiora o el director, que solía ser un sacerdote de la congregación.

Mandé currículos urbi et orbe, pegué aldabonazos y siempre era lo mismo: la callada por respuesta, lo tendremos en cuenta, ya nos ponemos en contacto o ya le llamarán para una entrevista. Resumiendo, que me dieron con la puerta en las narices con mucha cordialidad.

Mi primera oferta de trabajo fue extraña; había puesto en empleos demandados ‘trabajos agrícolas’ y me llamaron para esquilar ovejas. Fui a la oficina y dije que era filósofo. La administrativa con mucha retranca me respondió que filósofos éramos todos, y llevaba razón. De nada le sirvió que le dijera que era licenciado y que no entendía la relación entre la filosofía y las ovejas. “Las puedes dormir”. Nunca olvidaré esa respuesta que compartiría con Sócrates toda la vida.

En Mercadona me rechazaron pues para reponedor no interesaban estudiosos de Kant y Hegel. También hice un curso de empleado de sala de bingo pero en las prácticas los jugadores o me sisaban cartones o no me los pagaban. Eso sí, me hinché a analizar las patologías lúdicas, el problema de la soledad y el tiempo que se congela con la frase repetida miles de veces: “Han cantado línea”.

Me contrató el Ayuntamiento de mi pueblo para elaborar el censo. Había que ir casa por casa confirmando o cambiando datos, entrando en los hogares o preguntando a pie de puerta. Mi hice un bloc de notas en el que iba anotando cosas curiosas: Nosotros queremos un piso, ¿Nos va a preguntar cuántas veces hacemos uso del matrimonio?, ¿Es que a la abuela hay que empadronarla? , Yo soy ingeniero pero no sé escribir."

Supe que la picaresca, la ignorancia, la indiferencia y la desconfianza rondaban por esos barrios humildes en los que estuve de empadronador.

Trabajé plantando algodón, recogiendo almendras en verano y aceitunas en invierno. Mientras sudaba, pensaba en Marx y en los proletarios del mundo, en la alienación y en la conciencia de clase que no tenían mis compañeros y que yo me callaba para que no me dieran una patada en el culo.

Los bares siempre necesitaban personal y allí también estuve un tiempo. Uno de mis jefes me dijo: “ te pago para que vendas copas y no para que hables con los clientes”. Aprendí mucha psicología: chulos, prepotentes, alcohólicos, solitarios de barra. Niño, jefe, chico, oye, psssss, muchacho ... fueron mis sobrenombres.

Una vez hice de publicitario para mi tío Andrés, que montó una tienda de calzado: “Calzados Andrés, siempre a sus pies”. Recorría calles, mercados y grandes almacenes investigando las condiciones de las empresas, los derechos laborales y las retribuciones de una economía sumergida y negra; en definitiva, los salarios del hambre.

Ahora, después de 34 años en el aula y viéndole las orejas a la jubilación, me ofrezco como filósofo ahí donde voy y pongo en apuros al más pintado.

Para las pescaderías tengo una frase: Hoy el pescado es oro, mañana el pescado es mierda. En los tanatorios me ofrezco para hablar del sentido de la vida, en Carrefour del consumismo, en las fiestas de la cantidad de dinero que se va en cohetes, en los asadores de pollo del derecho de los animales...en fin, arranco unas risas y me dan por loco.

Pienso en la condena a muerte de Sócrates y huelo a patíbulo algún día de estos.

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