En estos tiempos, cuando la inmediatez en el saber ha impuesto sus leyes, la filosofía se ve como algo lejano, reservado a sesudos pensadores, de costumbres madrugadoras y silencios prolongados.
Preferimos el pensamiento que viene ya enlatado, y es así que elegimos los envases que más nos llaman, y lo convertimos en nuestro patrón de conocimiento. Ni conocemos el origen de los ingredientes, tan solo las indicaciones grabadas en la etiqueta.
El camino de la filosofía nos enfrenta a un abismo insalvable, y desertamos al primer intento. La impericia y la necesidad de un sobreesfuerzo hacen que nos flaqueen las piernas. Total ¿para qué sirve la filosofía?
Lo explico: la filosofía propia sirve para ser una persona autónoma en el razonamiento, inmune a la falsa contienda en este mundo excesivo. Pronto descubrimos que la filosofía es la mejor forma de preservar nuestra identidad.
Entonces, el primer paso para animar a la reflexión sería desactivar la creencia por la que filosofía es algo complejo e inaccesible.
En realidad, para ingresar en el territorio de las ideas basta con preguntarnos: ¿qué hay detrás de las cosas? Así, muestra razón debe tomar distancia de la huella que dejan los sentidos, y nos convertimos en observadores de una realidad que se escapa a los ojos.
Otro mito que nos paraliza para el ejercicio de la filosofía es la extrema sistematización del lenguaje. Y sí, es así, en el caso de los grandes pensadores sus sistemas constan de cientos de conjeturas, donde unas causas suceden a otras y se entrelazan en una estirpe infinita.
Sin embargo, para la práctica de la filosofía no ha de importarnos tanto el número de fundamentos, sino más bien que estos respondan a un orden. El orden en el lenguaje es la naturaleza que define un patrón de conocimiento como filosofía.
Tanta identidad tiene una circunferencia con un área inmensa, que una circunferencia menor. El fin es que sea una circunferencia.
Gráficamente, diremos que los filósofos que vivían en el antiguo Egipto bebían de las aguas del vasto Nilo y fundaron la biblioteca de Alejandría. Mientras tanto, lejos de allí, los filósofos del Monte Hacho calmaban su sed del arroyo que renace en los días de lluvia escogida, y su tradición oral apenas daría para llenar el espacio de un libro.
En ambos casos el amor por la filosofía y por el orden era el mismo. El orden es tan vital para la mente, como el agua dulce para el aliento del peregrino.
Evidentemente, la filosofía no lo es todo, si bien es un ingrediente necesario en estas épocas, cuando el vínculo con los orígenes ha desaparecido, y no hay estructura que sujete las emociones.
A esto me dedico yo en los instantes que me deja el reloj de las obligaciones, y las luces emergen de las sombras y se proyectan sobre mi cuaderno enardecido.
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