Opinión

La filiciación de las fuerzas vivas del Sultanato en la Guerra Civil española

Si bien, lo que a posteriori se confirmó ser el caldo de cultivo para perpetrar incalculables atrocidades en masa materializadas por contendientes deseosos de exterminar a sus rivales ideológicos, cuando los generales Francisco Franco Bahamonde (1892-1975) y Emilio Mola Vidal (1887-1937) emprendieron una sublevación para desmantelar la Segunda República elegida democráticamente, las osadías de los rebeldes por espolear los disturbios militares se consiguieron parcialmente y ya no había vuelta atrás.

De este modo, en espacios rurales con imponente empaque político derechista, los aliados de Franco llevaron la iniciativa, contrayendo el poder e instituyendo en toda regla la ley marcial. En cambio, en otras zonas, mayormente en localidades con tradiciones políticas izquierdistas, las insurrecciones se atinaron con una fuerte obstrucción y se atemperaron frecuentemente. Toda vez, que algunos oficiales se mantuvieron fieles a la República y rechazaron sin complejos unirse al levantamiento.

Lo cierto es que durante las primeras jornadas del alzamiento, la República y los nacionalistas solicitaron apoyo militar extranjero. Así, en principio, Francia se comprometió a ayudar, pero pronto invalidó su oferta para perseguir una política de no intervención en la Guerra Civil Española (17-VII-1936/1-IV-1939). En paralelo, Gran Bretaña, rehusó el reclamado de cooperación. Amén, que desafiando un potencial fiasco, Franco no titubeó en conjurar la mediación de la Alemania nazi y la Italia fascista. Y gracias a este refuerzo exterior, la Historia de España teñida de sangre impondría su sentencia: trasladó por aire a las tropas de Marruecos a tierra firme para encadenar su consecuente ofensiva a Madrid.

El caso es que en el transcurso de los tres largos años que persistió el conflicto fratricida, Adolf Hitler (1889-1945) y Benito Mussolini (1883-1945) aportaron su granito de arena al Ejército Nacionalista, pero no ha de soslayarse de este escenario por instantes cruento y encarnizado, la contribución inconfundible de tropas nativas procedentes del Protectorado que por entonces España desempeñaba sobre una parte de Marruecos, con la conformidad implícita de las autoridades marroquíes y el férreo protagonismo en la hechura de dichos efectivos indígenas.

Con estas connotaciones preliminares, dada la recíproca empatía habida entre los insurgentes y el incipiente nacionalismo del Norte de África, era evidente que desde el primer momento los representantes marroquíes apostaron por ofrecer su respaldo a los agitadores. Y es que, a pesar de que el aval a los militares levantiscos no fuese unánime y se terciaran algunas capturas de componentes desafectos, las autoridades autóctonas congeniaron con los insubordinados de los que podían extraer mejor tajada, pues hay que recordar que no estaban en buena sintonía con los franceses, porque a la postre eran los causantes del cerco en cuanto a las perspectivas nacionalistas. Con lo cual, la República Española iba a convertirse en un suplemento añadido de esta estrategia.

Pero para ir encajando las piezas de este puzle, inicialmente se hizo cargo transitoriamente de la Alta Comisaría, Eduardo Sáenz de Buruaga y Polanco (1893-1964), que la cedió a Franco, quien reservó tal puesto y que a la sazón pasaría a erigirse en el Comandante de las Fuerzas Militares de Marruecos, así como del Ejército de Operaciones del Sur de España. Responsabilidad que mantuvo hasta ser nombrado Jefe del Gobierno del Estado (28/IX/1936), coyuntura en el que se determinó el final de la Administración Civil sobre Marruecos, al establecerse el ejercicio del Gobernador General de los Territorios del África Occidental Española. Para lo cual, se designó a Luis Orgaz Yoldi (1881-1946), mientras en la Península se implantó la Secretaría de Marruecos, directamente supeditada a la Junta del Estado que formaba el nuevo Gobierno.

Digamos que apresuradamente, la encomienda de Orgaz residió en coordinar la concurrencia de indígenas para arrimar el hombro a los rebeldes. Apenas apuntalado el levantamiento, se emprendió la movilización de voluntarios en las demarcaciones marroquíes estimulados por una soldada atrayente. Sea como fuere, en escasos meses se constituyeron cuatro tabores de los Grupos de Fuerzas Regulares Indígenas y de la Mehala, que a su vez, fueron trasladados a tierra peninsular, una vez se dominó el Estrecho de Gibraltar con el soporte aéreo germano e italiano y los nacionales repusieron el tránsito marítimo. Posteriormente, habrían de añadirse otros diez tabores de la Mehala, pero en esta ocasión resultaban del Cuerpo del Ejército Regular, dado que eran facciones originarias del Majzén. O séase, integrantes gubernamentales marroquíes.

Aun existiendo diversidad y disparidad de criterios en analistas e historiadores, se presume en poco más o menos, unos 75.000 efectivos en edades comprendidas entre los 15 y 50 años respectivamente, de los que una décima parte derivaban del sector del control francés, que finalmente acabarían alistándose a las órdenes del ejército español rebelde, para verse envueltos en el entresijo de una guerra nacional. Sin duda, es una aportación significativa, ya que nos estamos refiriendo al 7,5% de la urbe correspondiente a la zona regulada por España en Marruecos.

En opinión de diversos cronistas, esta captación nativa no habría resultado fructífera cuantitativamente, si no hubiese sido porque el Protectorado, con el procedimiento de la administración española, no había franqueado los inconvenientes económicos endémicos. Llámense la penuria agraria o el desempleo inmutable. De forma, que la contienda abierta al otro lado del continente europeo, era motivo de una crisis de ramificaciones inusitadas, pero en cierta medida las retribuciones ofrecidas a los combatientes marroquíes operaron de colchón sobre la quebradiza economía del Norte. Algo así como una irrigación de divisas extras, aunque no se impidió la indisposición de los servicios limitados de por sí y la inflación perjudicó a las finanzas locales.

"He aquí, el más puro estilo aberrante y fuera de toda moral militar engrasado con actos injustos, crueles y contrarios a cualquier orden jurídico, incluyéndose las órdenes más abominables de carácter depravado, mediante planes y consignas preestablecidas desde la estructura del poder nacionalista"

Dicho esto, el 18/VII/1936, se congregaban en el territorio del Protectorado español 40.000 sujetos, de los que unos 9.000 aproximadamente confluían de tropas nativas, con la singularidad que la orden dispuesta por la administración de la monarquía hubo de modificarse. Me explico: a los sistemas de Tabor o Brigada, Regimiento y Compañía, hubo de complementar una disposición más adaptable y acondicionada a los requerimientos logísticos de las operaciones que a corto plazo se presumían para el combate en la Península.

Para ser más preciso en lo fundamentado, teniendo en cuenta que se apropiaron a los contingentes de la milicia regular española, incluso se mecanizó a las unidades de Infantería o Caballería de los Regulares o Mías, forjadas para conducirse y ejercer vigilancia y recoger información por los sectores abruptos del Rif con cabalgaduras y mulos, ahora se las equipaba con vehículos ligeros.

Sin obviar el contexto reinante en tierras africanas, Orgaz acogió la visita del Comité de Acción Nacionalista, exponiendo que las autoridades fijadas en el plano del pronunciamiento, acatarían decididamente los pactos, pero prescindiendo de toda reivindicación de utilización de los recursos del Protectorado. Indudablemente, aquello vislumbraba un retroceso manifiesto en el talante español, así como de soltar la carga de los compromisos adquiridos sobre la región. Asimismo, se garantizaba la gentileza de los militares de observar las peticiones de los grupos nacionalistas y apuntó que continuaría impulsando la tarea emprendida de acomodamiento de los cuadros nativos propuestos para hacerse cargo de la gestión al concluir su mandato.

En otras palabras: los nacionalistas debieron sospechar que Franco y sus más acérrimos políticos, habiendo perdido cualquier posibilidad de compensación del Norte de África, contemplaban la imagen de España en África como un método incógnito de reciprocidad con Francia, que conducido por un Frente Popular, curiosamente era un aliado natural de la República.

Con lo cual, era factible que el grupo de militares africanistas fueran quiénes ajustasen las partes discordes a una cesión encubierta de su Protectorado a los nacionalistas locales, que en definitiva serían los aliados en el Sur del Estado instaurado en Burgos. De ahí, que el Jefe de este Comité pasase a hacer alarde de estrechos lazos con la Alta Comisaría, hasta el punto de allanar y vertebrar el enganche de tropas marroquíes con destino a la Península.

No obstante, la camarilla nacionalista no era un todo uniforme en sus ideas y menos aún desde que Abd el Krim (1882-1963) declarase y conformase en el imaginario el somero Estado rifeño, de dibujo enteramente republicano y como una opción al poder tradicional del Sultanato y la estampa europea, por lo que Franco optó por compenetrarse con los nacionalistas, aquellos que se apilaban cerca de las ínfulas de un estado soberano bajo el paraguas de la recurrente monarquía alauita.

Según y cómo, el trazado de fuerzas concéntricas era un tanto atrevido, por cuanto en el temperamento magrebí, el patrón monárquico sostenido en un cimiento religioso, era más eficaz que las frivolidades republicanas de los rifeños y los estudiosos europeizados. Al igual, que era una sugerencia vehemente, ya que en los militares españoles el deniego al republicanismo se barajaba como un signo de identidad condicionadora de sus impresiones políticas.

Por ende, existía una agudeza cómplice entre los sublevados y el Sultán, en base a que el Gobierno de la República y los gobernantes francos del Frente Popular, procuraron influir para contrapesar el entorno de superioridad de los activos subversivos en el Protectorado y la posición placentera que le servía el aporte de los nacionalistas marroquíes. Vistas las aguas revueltas, el Residente francés insinuó al Sultán Mohamed V (1909-1961) que censurara lo que se hacía de favor de los alzados en la Zona Jalifiana, aunque su postura sería más bien un alegato de anhelos independentistas, que el firme posicionamiento que aguardaban los frentes populistas.

A partir de esa irrisoria repulsa de reclutamiento de las turbas indígenas por parte de los nacionales, una representación de izquierdistas marroquíes se dirigió hasta Ginebra, al objeto de reunirse con los apoderados del Gobierno republicano frente a la Sociedad de Naciones, alentados por el patrocinio del discurso impreciso del Sultán y con el empeño de lograr que una junta nacionalista marroquí fuera acogida en la capital por el Presidente del Gobierno e ir tanteando el devenir de Marruecos.

En tanto, el Sultán daba la sensación de jugar con un as en la manga, pero con cautela, pues aun tolerando que los izquierdistas se mostrasen como voceros solícitos de su razonamiento independizado, ante Franco conservaba la pericia de una presunta facilitación de las levas, que con sus apariciones en las operaciones militares estaban alcanzando para él la soberanía sobre el Protectorado, ya que los nacionales quedaron implicados y en deuda con el apoyo marroquí.

Seccionada España en dos desde un punto de vista político, geográfico y militar, la comisión que marchó a Madrid con el encargo prioritario de ser portavoz del Sultán, depositó un breve anuncio en el que se solicitaba al Gobierno republicano que corroborase la independencia de Marruecos y dispusiese el establecimiento de un acuerdo bilateral. La réplica no se hizo esperar con su contundente plante a las exigencias de los nacionalistas magrebíes. Inmediatamente los marroquíes desencantados y con despecho ante el retraimiento de miras de la política hispana, viajaron a Barcelona donde los delegados de la Generalitat perceptivos a otras causas nacionalistas y con afanes de incrustarse en la política exterior como modo de justificar su calado político, se consagraron para afianzar su tesis y remitieron una delegación en un cara a cara con el Gobierno de Madrid. Una vez allí, los obstáculos venidos de la República se imponían sobre la sutil elocuencia antiimperialista, sin reparar de que se volcaba el frenesí progresista marroquí en los nacionales franquistas y la que en los revolucionarios habría de ser una fuente de suministro logístico imprescindible.

Con respecto al matiz anterior, hay que partir de la base que los contactos con Francia eran preferentes para el bando republicano y no cabía bajo ningún concepto tomar una decisión sobre Marruecos sin las concernientes consultas francesas. Y una hipotética revisión del Estatuto no era indispensablemente en la interpretación de otorgar al Marruecos español más libertad y autogobierno, porque en el Consejo de la Sociedad de Naciones se acordó con Gran Bretaña y Francia, un pacto de asistencia mutua que reconocía el derecho de paso de las fuerzas francas atravesando la Península para llegar a su Protectorado.

En verdad, la República trataba de atar cabos con algo que no tenía en su poder y lo que se atisbaba en la palestra: lucha de clases y enfrentamiento de nacionalismos opuestos, dictadura militar y democracia republicana, contrarrevolución y revolución, fascismo y comunismo. Siendo presumible y así lo debieron comprender británicos y franceses, que sin la determinación y sofoco del levantamiento, la República no entregaría a los europeos el Protectorado. Más aún, cuando los marroquíes quedaban en un segundo plano y éstos intuyeron que Franco, favorecido por Alemania e Italia, sería el que habría de meter baza para la cuestión. De ahí, que Gobierno del Sultán, allende a la evasiva diplomática, no desechase la colaboración expresa de sus súbditos en torno al bando sublevado.

Entretanto, tras los primeros meses del conflicto, las direcciones del Frente Popular trataron de incitar la rebelión de las cabilas rifeñas en contra de la autoridad que había constituido el Gobierno de Burgos, al conjeturar que el naufragio de la estrategia estuvo en el inadecuado plan con que se proyectó la realidad a los marroquíes, dado que se ignoró la ocasión de lograr un acuerdo con los nacionalistas, quienes pronto adivinaron el enfoque puntiagudo que los republicanos manejaban al asunto marroquí. A la par, los nacionales, más duchos en los temas locales, explotaron la peculiaridad autóctona para introducir en la zona un espacio acomodado a sus visiones, por cuanto las contrariedades en el Protectorado habrían significado un entorpecimiento en el intervalo de mayor ardor en la guerra, por lo excepcionalmente dramática y duradera que resultaba.

Definitivamente, además de las Divisiones Militares donde se impuso la rebelión, los cuerpos de élite del Ejército de África, como la Legión y los Regulares, intervinieron vivamente en la contienda junto al bando sublevado y en los que Franco pudo surtir su estructura militar de un elenco de componentes nativos.

Acto seguido al mandato de Orgaz que perduró como Alto Comisario hasta el primer trimestre de 1937, llegarían las servidumbres en la hoja de servicios de Juan Luis Beigbeder y Atienza (1888-1957), pudiéndose calificar de eficiente y habiendo ocupado el puesto de Delegado de Asuntos Indígenas, aprendió la lengua árabe y estableció lazos con las élites locales, ya que en circunstancias extraordinarias en que el núcleo duro del discurso era el descrédito a cualquier nacionalismo, la conformación de partidos y las nacionalidades sectoriales en el Protectorado vivificaron la plasmación de la Unidad marroquí y el Partido Reformista.

Si acaso, daba la impresión de que Beigbeder fraguaba la simulación de una etapa de optimismo para los alicientes nacionalistas marroquíes y en el que sobrevolaba una apología de los insurrectos y de su firme visual por la causa magrebí. Fríamente, Franco tenía mucho que avanzar con una retaguardia supuestamente complacida en el Protectorado y no debía amedrentarse ante Francia, que comenzaba a inquietarse más por sus aspiraciones en el Viejo Continente, que por su estancia en Marruecos.

Progresivamente, la Dirección de Franco abordó una política de acercamiento en los estados árabes. Quizás, para neutralizar por cuenta de sus socios del Eje, la labor franco-británica entre los agentes musulmanes. Llegados a este punto y en un intento por sintetizar las probables motivaciones de los marroquíes para enrolarse como mercenarios en el Ejército Nacional, se constatan diversas inclinaciones. Primero, la liberación del infortunio en que estaba inmerso el núcleo urbano como zona deprimida y la agricultura, puesto que la economía debilitada regularmente, se veía atenuada por las luchas de contrapartida contra cualquier dominación extranjera.

"Los sublevados no sólo rediseñaron el control de un suculento filón de efectivos humanos venidos del Imperio Jerifiano, sino que acordonaron un sector de la política exterior que sería de realce en los períodos de ostracismo diplomático al Régimen de Franco"

Segundo, la cooperación enmascarada con los díscolos de una parcela confesional islámica influyente, seguramente la más oficialista en cuanto a la legitimidad religiosa del Madhab malikí, para los que no fue dificultoso concebir un rescoldo pietista sobre la generosidad de la ayuda a los fieles de cara al bando republicano.

Tercero, el señuelo de un molde de nacionalismo propiamente marroquí que podría distinguirse como acicalado, tanto por los dirigentes españoles del lado republicano o nacional, como por el Sultán.

Cuarto, la incisión de la antítesis interna rifeña, que podía haber valorado que mejor que asociarse con los hispanos, con independencia de las predilecciones por alguna de las partes, la Guerra Civil era un excelente asidero para sacar provecho de las muchas carencias avispadas y lucrarse de beneplácitos políticos, e incluso restablecer la lucha para sacudirse el yugo colonial, aunque ya desterrado el galvanizador de la resistencia, Abd el Krim y castigados unos cuantos cabecillas cercanos a la República del Rif, aquello se exhibía como una alternativa temeraria y apocada al fracaso.

Quinto, haciendo un esfuerzo por improvisar la cosmovisión nativa al más puro estilo de tropa autóctona, en todo momento concurrió el apetito de resarcimiento o desquite. Si cabe, sobre un objeto indeterminado que hacía sugestivo para este colectivo cabileño la oportunidad, con total impunidad, marchar a la Península para liquidar españoles, pertenecieran al bando que fuesen.

Y sexto, otras las razones residió en que una vez concentrados y dispuestos en las unidades franquistas, muchos traicionaron con el abandono repentino a retaguardia y lo hacían por lógicas particulares más que ideológicas, ya que valiéndose de la artificiosa artimaña de la incorporación a filas para salvar el Estrecho de Gibraltar, su ambición de salir a flote discurría por establecerse en España como comerciantes o convertirse en vivanderos que seguían el rastro de las columnas militares para venderles artículos como tabaco, cerillas, café, etc.

Y como colofón a lo retratado en esta exposición, los combatientes indígenas que acabaron recalando a merced de Franco, jugaron un papel explícito en el grueso de las incursiones. Su distinción siempre belicosa y desalmada, sumado a su proverbial desconsideración tanto por su vida como por la ajena, concretaron las secuencias de un arma propagandística mortífera contra la moral de los seguidores republicanos. Primero, como milicianos y más tarde, como miembros del Ejército Popular.

Finalmente, tras la consecución de la subversión y en la que la internacionalización del conflicto lo convirtió en una disputa entre fascismo y democracia en toda Europa, los nacionales tuvieron buenas conexiones con el Norte de África, constituyéndose en una palanca de la política exterior, puesto que la contribución entre los incentivos del franquismo en las jornadas previas de la conflagración y el nacionalismo monárquico marroquí, habían entretejido cierta peripecia de confabulación política.

Y más aún, cuando las luces y sombras de la República con la región africana salieron a flote, ya que no atendió la propuesta de los nacionalistas republicanos auspiciados por los catalanes y se prefirieron las reivindicaciones de los franceses a una estrategia específica de la zona.

En consecuencia, con la orientación convenida a la gestión del Protectorado español sobre Marruecos, los sublevados no sólo rediseñaron el control de un suculento filón de efectivos humanos venidos del Imperio Jerifiano, sino que acordonaron un sector de la política exterior que sería de realce en los períodos de ostracismo diplomático al Régimen de Franco. Y en la otra cara de la moneda, los marroquíes infundieron un nuevo estado de elementos en el teatro de operaciones colonial sobre la zona sujeta a protección. Sería disparatado indicar con espontaneidad, que ciertamente regatearon su independencia con la participación en el conflicto bélico español. Sin embargo, este panorama puso en bandeja la coartada franquista de desaliño del Estatuto del Protectorado, que enmascaró su incompetencia para enfrentar la trastienda nacionalista y descolonizadora.

Ni que decir tiene, que el Generalísimo de los Ejércitos y sus más inseparables compinches en la política exterior, al menos durante los trechos subsiguientes a la guerra, enfundaron la voluntad incisiva de asentar un Imperio Colonial sobre el Magreb a costa de la extenuación franca. Luego, parece incuestionable que la configuración de las Fuerzas Indígenas durante el lance hispano, incluso la efectividad en la región de ese número considerable de ex combatientes nativos adiestrados en la Península, hubiera hecho inalcanzable una prolongación en el Norte de África sobre los presupuestos políticos precedentes.

De cualquier manera, no ha de omitirse de este marco, el ingrediente mordiente de las tropas extranjeras como parte preponderante en el diseño de la instantánea política e imaginativa que Franco tuvo de sí mismo y de sus militares. Dado que el acatamiento infundado de los grupos magrebíes sustentó el prototipo franquista, puesto que no en escasos momentos se refirió al modelo de autoridad tanteado a los nativos en el Protectorado como el arquetipo del mando natural, fijado en el principio de ‘obediencia debida ciega’ a las consignas y mando propugnado y encaminado por el excesivo pragmatismo y la severidad calculadora.

He aquí, el más puro estilo aberrante y fuera de toda moral militar engrasado con actos injustos, crueles y contrarios a cualquier orden jurídico, incluyéndose las órdenes más abominables de carácter depravado, mediante planes y consignas preestablecidas desde la estructura del poder nacionalista. De forma, que con individuos netamente anárquicos y rebeldes, predisposiciones solapadas y constantemente furtivas y con pretensiones de sacudirse el polvo de la atadura colonial, no sólo se unieron en cantidad importantes sumas de soldados venidos de Marruecos, sino que ataviaron ingeniosamente al franquismo con el modus operandi de interpretar una guerra siempre inclinada para el bando sublevado y a los que le asistieron en su escalada de influencia particular, fingiendo sumisión al poder militar.

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