Las convulsiones sociales son siempre impredecibles. Espontáneas. No es excepcional que tragedias humanas de una gran magnitud se hayan desencadenado a partir de un hecho nimio o por un motivo de índole menor. La constatación de este fenómeno nos enseña que las tensiones sociales, en la mayoría de los casos, no se manifiestan abiertamente.
Aunque se aprecien síntomas que revelen de manera inequívoca la existencia de un conflicto, no resulta sencillo estimar ni su dimensión ni su profundidad. Es imposible medir con precisión el modo y el momento en que se conforman las emociones colectivas, que son el motor de las rebeliones. Porque toda revuelta (movimiento al margen del orden establecido) es una rebelión. Más o menos justa, más o menos legítima, más o menos justificada; pero siempre un acto de rebeldía contra un enemigo que se intuye opresor.
Este razonamiento nos lleva a la conclusión de que una sociedad inteligente se distingue por su capacidad de análisis introspectivo. Sólo conociendo con rigor las claves del entramado sobre el que se sostiene la convivencia, es posible hacer diagnósticos certeros y orientar adecuadamente las pautas del comportamiento colectivo. Y el único método conocido para ello es la reflexión colectiva, desarrollada desde la sinceridad, el rigor y la indispensable búsqueda del bien común como requisito previo.
Es baladí argumentar que la imperiosa necesidad de escrutar la verdad que tiene toda comunidad, es proporcional a su grado de complejidad. Resulta otra obviedad decir que Ceuta es un indiscutible paradigma de complejidad social. El cúmulo de circunstancias que se concitan en apenas veinte kilómetros cuadrados, definen un contexto sin parangón. La lógica nos llevaría a pensar que Ceuta es un hervidero de efervescente debate sobre cómo abordar nuestro futuro. Y sin embargo, paradójicamente, aquí no se habla de nada trascendente. El debate público es de una pobreza intelectual que infunde pavor. Se diría que los ceutíes hemos llegado a la conclusión de que la mejor manera de conducirnos en la vida pública es negando la evidencia. Hemos interiorizado una retahíla de falsedades, con las que nos hipnotizamos a nosotros mismos, pensando que vivimos en una Ciudad que, en realidad, hemos inventado como fruto de un cobarde delirio. Mientras, las cosas pasan. A una velocidad endiablada. En direcciones descontroladas. Y con intensidades ignotas. Fuera del cuadro de visión oficial prefabricado; pero siguen pasando.
El fenómeno clave de nuestra Ciudad, el que explica el pasado, define el presente y condiciona el futuro; que no es otro que el denominado “racismo estructural”, es intencionadamente apartado de nuestra vista, como si el hecho de no reconocerlo implicara su inexistencia. Es un ardid dialéctico de una puerilidad que asusta.
En Ceuta deberíamos empezar a tomarnos en serio determinadas cuestiones, antes de que las consecuencias de esas cuestiones nos lleven a todos por delante. Si por miedo no queremos ver las cosas por nosotros mismos, al menos no perdamos el sentido de la observación. Ferguson. Un pequeño pueblo de los Estados Unido de América se ha situado en la pasarela mediática universal por un conflicto racial de gran envergadura. De repente, el país más poderoso d la tierra, que presume de haber erradicado el racismo, y que había señalado como colofón del largo proceso el acceso a la presidencia de un hombre negro, descubre que el racismo permanece soterradamente activo y presente en la vida cotidiana, con más fuerza de la que nadie podía imaginar.
Propongo un ejercicio muy sencillo. Leer alguno de los innumerables análisis que se han publicado recientemente sobre lo sucedido en Ferguson. Cualquiera de ellos explica con mucha claridad las causas, la realidad y los efectos del “racismo estructural”. Los paralelismos con Ceuta son aterradores. Si aún conserváramos un mínimo sentido de la responsabilidad, deberíamos ponernos a trabajar, todos y a destajo, sobre la forma de gestionar esta complicada realidad. Aunque conociendo nuestra proverbial torpeza, lo más probable es que sigamos repitiéndonos mutuamente la monserga de la “cuatro culturas”, mientras aguardamos pacientes y en la inopia que algún día, de manera imprevista, llegue nuestro Ferguson particular.
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