Mi jornada de trabajo comienza, aproximadamente, a las 5 de la mañana. Mi primera acción, aparte del necesario café, es dirigirme al pequeño obrador familiar que tenemos en una parte de nuestra casa, para charlar con los trabajadores y comprobar si los procesos de elaboración artesana del pan se desarrollan adecuadamente. Si es necesario, les echo una mano, para aligerar la labor. Acto seguido realizo algunos trabajos de gestión necesarios y, una vez que compruebo la evolución del primer horneado de pan y percibo los indescriptibles olores y sensaciones que produce, me retiro a mi despacho para comenzar con el grueso del trabajo de mi actividad principal, que unas veces consiste en preparar clases, otras en continuar con proyectos de investigación abiertos, leer artículos o escribir. Esto último es lo que más me atrae, pues me obliga a documentarme y me permite realizar una labor de difusión en los medios para que aquello que considero de interés social, medioambiental, científico, económico, o de otro tipo, llegue al mayor número de personas posibles. A partir de ahí el día se reparte entre las clases, de momento on-line, paseos por el monte, o reuniones políticas en el Ayuntamiento. A eso de las 8 de la tarde, comienzo a no ser una persona normal. Necesito parar, charlar con alguien, que normalmente es mi amiga, esposa y compañera, a ser posible, compartiendo un buen vino, cenar algo ligero y acostarme pronto para poder descansar (si los terremotos no te alteran) y volver a madrugar. Es una actividad intensa, que me lleva a acabar el día con cierto agotamiento, pero que me produce una extraña sensación de felicidad y bienestar, difícil de explicar.
No sé si se puede hablar de felicidad en el trabajo, con la que está cayendo. Por supuesto, los que no trabajan, por cualquier circunstancia, no pueden hablar de esto. En todo caso, podrían hablar de la felicidad en general. Sin embargo, a pesar de las dificultades, y ya pensando en la salida de la crisis sanitaria y económica, hay profesionales que estudian estos temas. Y es que los departamentos de Recursos Humanos de las empresas cada vez se preocupan más de estas cosas. No sólo porque el intentar hacer felices a los demás sea un deber ético. También porque se puede arruinar la vida y la salud de las personas de forma innecesaria. Pero además, es que los perjuicios psicológicos que se les causen a los trabajadores por una práctica irregular de las empresas les pueden costar a éstas últimas dinero. Mucho dinero.
El asunto es que la felicidad en el trabajo se puso de moda hace ya algún tiempo. Y no sólo lo hizo de la mano de psicólogos ya clásicos como Seligman, con su “Authentic Happiness”, o de Mihaly Csikszentmihalyi, con su estudio del flow o “experiencia óptima”. Es que lo está haciendo de la mano del avance del concepto de Responsabilidad Social Corporativa y de la sostenibilidad para las empresas, y de estudios e investigaciones que demuestran que el capital humano es cada vez más un intangible que hay que cuidar, pues una persona que sea feliz en su trabajo rinde y produce más, y ayuda a mejorar, entre otras cosas, las cuentas de resultados de las empresas.
En una encuesta a Directores de Recursos Humanos de empresas españolas que se hizo en 2010, y que difundió la Asociación Española de Dirección y Desarrollo de Personas, se mostraba que el 86% de los encuestados consideraban que la felicidad en el trabajo era una estrategia adecuada para mejorar la competitividad, y más del 50% entendían que la crisis económica de entonces no era un obstáculo para implantar dicha estrategia. Y las investigaciones disponibles sobre el tema, también nos hablan de estos efectos beneficiosos para las empresas y para los trabajadores. Evaluar el bienestar de las sociedades más allá de los indicadores económicos clásicos es un campo de investigación emergente, tanto en el mundo de la psicología, como en el de la economía. Angus Deaton, Premio Nobel de Economía en 2015, estudió estos temas.
Lo anterior está relacionado con el concepto de felicidad en general, que explicaba de una forma muy clara y didáctica el doctor Fuster en un libro de 2016, “El secreto de la larga vida”. Uno de sus capítulos lo titulaba “La curva de la felicidad”, que comenzaba con una pregunta que dirigía a los que ya estamos algo entrados en años: ¿son más felices ahora o cuanto tenían treinta años? Lo que nos decía era que en los países desarrollados el tema estaba muy bien estudiado y se sabe que el sentimiento de bienestar aumenta con la edad, pese a que la sociedad actual rinde culto a la juventud. Y nos hablaba de una curva, que se describía en los estudios sobre la felicidad, en forma de U, que nos decía que empezábamos la vida adulta a los veinte años, con niveles altos de felicidad, que se erosionaba poco a poco en los años siguientes, al acumular obligaciones, preocupaciones y estrés, y sufrir tensiones familiares y profesionales, llagando al punto más bajo en torno a los cuarenta y cincuenta y cinco años. Es lo que se conoce como la crisis de los cuarenta. A partir de ahí empezábamos a remontar, conforme aprendíamos a “soltar lastre”, a evitar preocupaciones banales y a dar valor a lo que más nos importaba. Lo más importante es que los estudios demuestran que esta curva en forma de U es independiente de factores externos, como los ingresos de cada persona, aunque la pobreza severa sí puede ser causa de infelicidad. Pero, en conjunto, a partir de que se tienen las necesidades básicas cubiertas, tener más dinero no nos hace ser más felices.
Es interesante leer con atención este libro y especialmente este capítulo, pues nos cuenta cosas tan importantes como que la única emoción negativa que no tiende a reducirse con los años es la tristeza, aunque tampoco aumenta. Me vienen a la memoria las miradas tristes de esas personas mayores que han muerto solas en esas residencias desatendidas y abandonadas a su suerte. Algún día tendremos que hacer examen de conciencia, todos, del por qué hemos dejado en esta situación a esas personas, pertenecientes a la generación de los que con su coraje y esfuerzo ayudaron a construir nuestro país, como hoy lo conocemos.
Pero también nos habla de la denominada dimensión eudemónica de la felicidad, que se refiere a un estado de plenitud diferente del placer, que Aristóteles explicó como el actuar de acuerdo al orden natural, pero que en la actualidad los estudios científicos lo vinculan al sentido de la vida, al saber encontrar un propósito en la vida, una misión, algo por lo que merezca la pena vivir. El ikigai del que hablan las personas centenarias de la isla de Okinawa, la razón para levantarse cada mañana. O dicho de otra forma, “solo si nos aceptamos tal como somos, sin preocuparnos en exceso de lo que piensen los demás, podemos alcanzar el bienestar eudemónico que es el auténtico bienestar”.
Entiendo que pueden ser de interés estas explicaciones del concepto de felicidad. Más en unos momentos difíciles para gran parte de la humanidad, de los que saldremos, sin duda alguna, entre todos. A mí me han ayudado a entender algo mi propia vida.
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