“Por los campos verdes del edén, va mi amigo Federico Gaona Roldán -socialista antiguo- ascendiendo por las altas sierras que llevan a las más altas cumbre del alma...
Y, allí, este hombre de corazón grande, aprendiz de niño, de las palabras de don Gabriel de Acción Católica -en la Cripta- y de don Bernabé Perpén - iglesia de África-, sentirá tendida la mano de Dios... Y, en mi añoranza, aún recuerdo cuando siendo un niño, me subía al burrito con el que repartía pan por las calles de Ceuta... ¡Señor, acógelo, pues, cuando llegue, pues aunque se retrase y pierda el camino, ten a buen seguro que llegará!...
Jesús y Federico eran los Benjamines de la familia Gaona, bueno en realidad el más pequeño era Joaquín, pero sin embargo de alguna manera, ellos eran los últimos representantes de una forma determinada de sentir e interpretar la niñez; eran los niños que habían nacido en plena posguerra, y como consecuencia de ello, se encontraban prisioneros entre la escasez del momento y la esperanza de un futuro mejor. Todo el mundo los conocía por los Mellizos, incluso al nombrarlos de forma individual, en vez de sus nombres de pila, le decían: “Mellizo”, porque así, de esta manera tan asombrosamente sencilla, se evitaba el confundirlos a la hora de ser llamados para cualquier menester.
Yo siempre los recuerdo en una continua actividad, de arriba para abajo, como si les hubiesen dado cuerda y no pudiesen parar nunca. Por las mañanas, algunas veces, algunos de ellos, desayunaban en mi casa; después mi madre le entregaba una talega con el desayuno de mi padre, para que se lo acercara al muelle. A continuación, el Mellizo -nunca se sabía cuál de ellos era- en voz baja pronunciaba: ¡Fina! Y mi madre, comprendiendo el significado de su nombre, sacaba dos reales del delantal, y se los ponía en la mano. Cuando ya se marchaba, y antes de que se perdiera por la ramblilla, mi madre siempre le advertía:
-Mellizo, no te entretengas, que se va a enfriar el café.
Y, el Mellizo, asintiendo, apretaba la talega al costado, aligeraba el paso, y le contestaba:
-Descuida Fina, que por mis muertos, que a Luis, esta mañana, le va a llegar el café caliente.
Se podrían contar tantas cosas de los Mellizos, que haría falta una lista interminable, que a modo de cadena, cada eslabón, llevara prendido el recuerdo de una pequeña historia preñada de ternura y de melancolía…
Como es natural habían sido monaguillos de la Iglesia de Nuestra Señora de África; y traían al padre don Bernabé Perpén, de cabeza con sus continuas travesuras. Un día sí y otro también, entraban a hurtadillas en la sacristía, abrían el armario donde estaban depositadas las «formas», para ser consagradas, y sin ningún temor, ni atisbo que le remordiera las conciencias, con total seriedad y con la más absoluta profesionalidad: ellos, se tomaban un trago largo de vino y un buen puñados de hostias; dejando a veces, al pobre párroco, en condiciones un tanto comprometidas. En una ocasión, se excedieron en la medida del vino, y en el momento solemne de la Consagración, empezaron a tocar las campanitas; y como movidos por una extraña maldición, empezaron desde ambos lados del altar, a insultarse y a tocar cada vez con mayor agitación los tintineos de los bronces. Quizás porque el efecto etílico empezó a pasarles factura, o por alguna antigua rencilla entre ellos; el caso es, que nadie atendía a la lectura del cura, sino que ya, toda la iglesia, estaba pendiente de la riña de los monaguillos y de aquel continuo ¡Tin! ¡Tan! de las campanitas. El cura, lleno de desasosiego, y en un ataque de lucidez, les dio a ambos un buen coscorrón, los cogió fuertemente de los brazos, y los introdujo diligentes en la sacristía. Al poco, volvió a salir al altar, se arrodilló, se persignó, y continuó la Santa Misa Dominical, con el mismo fervor de antes, como si nada hubiese ocurrido.
Nunca estaban ociosos, trabajaban en cualquier oficio decente que les saliera. A saber: botones, panadero, fontanero, pescador, camarero, albañil, etc. Yo, les he visto subir con un borrico, patio arriba, hasta la misma puerta de mi casa, y repartir el pan aún caliente; luego les he visto de porteros en el Casino Militar; más tarde han salido a la mar, a la pesca de la melva… En fin, trabajaban honestamente en cualquier oficio que pudieran con ello, ayudar a sostener a una familia de once hermanos.
¡Benditos Mellizos! Siempre tan alegres en las dificultades de cada día. Nunca los vi tristes, ni apesadumbrados; todo lo contrario, el buen ánimo parecía instalado permanentemente en ellos. De entre las imágenes que se me vienen a la memoria, cuando pienso en ellos; recuerdo la felicidad que desprendían cuando contaban las peripecias que les acontecían en los diferentes empleos que alternativamente iban ocupando. Todos los niños les hacíamos corro, y quedábamos maravillados de todas las experiencias que nos iban relatando. Siempre, salían airosos de todas las dificultades con las que se tenían que enfrentar; y nunca por muy adversas que fueran las circunstancias a superar, se asustaban o retrocedían en su empeño de superarlas. Para nosotros eran dos auténticos hombres. Valientes y audaces ante la vida. Humildes y generosos en sus comportamientos con los demás.
Ahora, pasados los años, en agosto, por la Patrona, algún que otro día quedo con Federico, para vernos en la feria. La última vez, ¡Qué suerte!, Jesús, el otro hermano-emigrante en Barcelona- pasaba unos días de vacaciones en Ceuta, así que al entrar en la caseta, ¡Sorpresa!, le vi sentado junto a Federico, y de tal manera se parecen que daba la impresión que un espejo reflejara la imagen de uno de ellos. Efectivamente, eran como dos gotas de agua; y curiosamente, ni siquiera el tiempo ni la distancia, han tenido el atrevimiento de irlos esculpiendo de manera diferente. Mellizos «in eternis»-pensé yo-; y era verdad, tenían el mismo aspecto de siempre, como si el tiempo no hubiera pasado. Los dos hermanos, tienen una gracia especial para contar chistes, así que estuvieron gran parte de la velada disputando uno contra otro, a ver quién era más ocurrente, y quien tenía el mayor repertorio. ¡Asombroso! Qué capacidad para la improvisación y para el buen humor. Estuvimos toda la noche hasta la madrugada, riéndonos, y disfrutando de todos los recuerdos de aquella Ceuta antigua y única.
¡Mellizos! ¡Mellizos! Siempre vendréis conmigo en mi corazón. Me habéis enseñado mucho. Me habéis enseñado, sobre todo, a sentir y amar mi niñez en compañía vuestra. Estoy, por tanto, para siempre, en deuda con vosotros...