El domingo día 25-09-2011 posiblemente haya hecho historia en los anales de la tauromaquia, ya que se celebró la que puede ser la última corrida de toros en la plaza Monumental de Barcelona, porque en 2012 entra ya en vigor la prohibición de las corridas de toros en Cataluña. Por las sucesivas plazas de “Las Arenas”, “La Barceloneta” y la “Monumental”, inaugurada en 1914, pasaron los toreros más afamados de todas las épocas, para los que era un alto honor torear allí porque siempre encontraban una afición fiel y muy entendida. En la década 1950-60, Barcelona brilló en este arte todavía más que Madrid.
Y ya he escrito varios artículos sobre este tema. Más soy profundamente respetuoso con quienes se oponen a las corridas de toros por actitud humanitaria hacia los animales; pero insisto en defender mi postura por estar convencido de que la lidia es lo único que da vida a los toros bravos. Y lo que no soporto es el abolicionismo que ha imperado en Cataluña, no en defensa de la vida de los toros, como han pretendido hacernos ver, sino por puro nacionalismo catalán exacerbado, al que en realidad le importa un bledo el sufrimiento de los “animalitos”; porque, si no, ¿por qué a la vez promueven y fomentan la celebración de festejos catalanes de los “corre-boús”, que maltratan y sufren mucho más los toros?. Ahí sí que se atenta de forma cruel e inhumana contra los animales, dejándolos totalmente indefensos, con una antorcha encendida sobre cabeza y cuernos, atados a una soga para tironearlos, hacerles daño por todas partes, dirigirlos a la fuerza y someterlos a las mayores atrocidades. El problema de las corridas de toros en Cataluña es una gran falacia. El único problema que tienen las corridas allí es que son una fiestas de España; y todo lo que sea español los independentistas lo odian a muerte, cosa que no ocurre a gran parte del pueblo catalán, que tanto se afana luego por asistir a las corridas. No se dan cuenta que odiando lo español, se odian a sí mismo, porque, lo quieran o no, lo cierto es que ellos también son españoles.
Si el toro bravo fuera un ser racional y hablara, seguro que diría que él embiste porque es bravo y valiente y lo que busca en su pelea es medirse con el torero de igual a igual; y cuando lo hace, acomete buscando que el diestro sea lo mismo que el animal, que también tenga bravura y valor; pero nunca busca que lo maltraten atado a una cuerda para hacerlo sufrir cobardemente, tironeándolo por la espalda, escondidos en algún sitio que les protege de la fiereza del animal. Y es que las reses bravas nacen para el combate y llevan en sus genes la fiereza de su raza y una tendencia querencial hacia la lucha. El toro siempre embiste de frente y cara a cara, y por eso, si pudiera hablar, jamás podría entender por qué se le maltrata desde escondites, pegándole tirones y prendiéndole fuego sobre la cabeza, que le deja bramando y mirando aterrado a uno y otro lado. No comprendería tampoco que, embistiendo él cara a cara, lo trate luego el hombre como atacan las alimañas u otras fieras, acechando, de improviso y sin defensa alguna.
En cambio, en la batalla entre toro y torero todo se cifra en la bravura de la raza animal y en el valor del torero. El primero, embiste contra todo cuanto encuentra por delante en su campo de batalla, que es el redondel. Saca fuerzas de flaquezas hasta morir en el centro del ruedo sin abrir la boca, que ese es el cenit de la bravura. A su vez el torero se va también de frente en busca del toro, lo cita buscando el engaño con la muleta; o, si es el banderillero, se lanza de frente y a pecho descubierto hacia el animal buscando la igualada y exponiendo ambos sus vidas por delante. Entre toro y torero no hay cobardía, no hay ventaja entre uno y otro, no se juega con el toro a traición como en dichos “corre-bous”, sino que ambos se están jugando la vida frente a la muerte.
Y a quienes sólo son antitaurinos no independentistas, sino que nada más defienden la vida de los toros de lidia, les comprendo; pero, aun así, sepan que si no fuera por la fiesta taurina, la raza brava se extinguiría y ni siquiera existiría, ya que su crianza hasta poder formar una ganadería cuesta lo que nadie podría afrontar como no sea con la celebración de las corridas. Paradójicamente, la muerte de los toros en la plaza es lo único que hace posible que estos animales de lidia vivan un mínimo de cuatro años como raza privilegiada sobre otras de su especie, porque un toro bravo se cuida y se mima desde que está en el vientre de la madre hasta el mismo día en que muere, no ya sólo en cuanto a buena alimentación, sino también criándolo con especial delicadeza, en un hábitat adecuado de vida sana y en libertad, dentro de un entorno ecológico y medioambiental puro y sano, para que tenga la mejor preparación de cara a la lidia.
En el libro “Los toros ante la iglesia y la moral”, del padre Pereda, éste se pregunta con ironía qué dirían los toros si hablaran, si querer vivir unos años más de vida humillante, como bueyes explotados y uncidos a un yunque para tirar de un arado o de un carro como animal de carga esclavizado, con la vista apagada, con su triste rumiar, con paso cansino y muriendo al final indefenso de un puntillazo amarrado en un matadero y, si no se le destina a la lidia, ser sacrificado como ternero antes de los dos años para ser apetitosamente devorados por los que tanto se horrorizan porque los toros hechos mueran en la plaza; o, por el contrario, si prefieren vivir cuatro años como reyes de la dehesa, comiendo a todo placer y en salvaje libertad, para morir peleando en el ruedo tras sólo 15 ó 20 minutos de lidia, donde incluso puede ser indultado y dejado como semental si en la lidia da muestras de su acreditada bravura.
Tengo un familiar catalán por afinidad, con el que he debatido sobre las corridas de toros y, para él, el toreo en la plaza es propio de países y personas atrasadas. Él no comprende cómo los seres humanos se pueden regocijar haciendo sufrir a un “animalito”. Pero un día, olvidándose de las discusiones sobre tauromaquia, al hombre no se le ocurrió otra cosa que decirme que podíamos ir a cenar a algún sitio de la costa donde él pudiera comer unos chanquetitos, porque tan sabroso plato decía ser de lo más exquisito que había degustado. Enseguida puse todo mi empeño en complacerle y lo llevé a un restaurante de la especialidad, cenando junto a la playa y recreándonos en ver cómo los rayos de la luna llena de verano centelleaban haciéndose juguetones con las rizadas olas del mar.
Animado con su buen yantar a base de los alevines tan pequeños, regados con un buen vino para la ocasión y en medio de la belleza de tan espléndida noche, a los postres, pletórico de tan opípara satisfacción por lo mucho que había disfrutado “zampándose” las crías de boquerones, frotándose las manos muy eufórico me dijo: “Estupendos, maravillosos los chanquetes”. Con sonrisa aquiescente para su mayor satisfacción, pero no exenta de aleccionadora ironía por mi parte, le contesté: “Hombre sí, estaban riquísimos, pero el único inconveniente que le veo es que, al igual que los toros, son animalitos y está prohibido comerlos”. Me miró denotando con su mirada que había incurrido en una enorme contradicción. Y ya nunca más me volvió a hablar de corridas de toros, y tampoco volvió a ser tan sectario al hablarme tan posesivamente de todas las cosas buenas de Cataluña, que decía que no teníamos en otros lugares.
Llama la atención luego, el hecho de que los abolicionistas catalanes de los toros digan que prohíben las corridas para salvar la vida de los animales, cuando tan poco sensibles son luego a la vida de seres humanos inocentes e indefensos, ya que el día anterior los mismos partidos que votaron contra las corridas de toros también votaron en el Congreso a favor del aborto elegido libremente por niñas menores de 16 años, carentes del suficiente raciocinio y madurez sobre la enorme trascendencia que conlleva la muerte de una criatura humana en el seno de su madre, porque arrancar de cuajo la vida de un ser humano indefenso no es ya sólo cometer la atrocidad de hacer sufrir al “naciturus” sin que se pueda defender, sino que también es impedirle su derecho natural y constitucional a nacer, que ellos mismos jamás hubieran deseado ni para sí, ni para sus familias.
Y esa negación de la vida humana frente a tan radical empeño puesto luego en la defensa de los animales, es tanto como hacer de mejor derecho la vida y la integridad física de dichos animales sobre los valores y los derechos de las personas. Por cierto, que uno de aquellos diputados que votaron ambos proyectos de las corridas y del aborto también declaró aquello de que “los extremeños somos unos mal nacidos”. Como afectado que soy, recibió mi réplica periodística.
Es seguro que entre los prohibicionistas de las corridas, no hay ni uno sólo que haya tenido el más mínimo reparo en comerse los tiernos y ricos filetes de becerrillos, o unas buenas chuletas de cordero, o un suculento cochinillo asado, o una buena caballa a plancha, etc, que todos son inmaduros, todos están indefensos y todos sufren también cuando se les mata de un puntillazo o se les pesca con el anzuelo para luego. (Continuará “El arte magistral del toreo”).