Opinión

Extremadura, mi tierra

El mes de noviembre lo he pasado todo en Extremadura, donde he disfrutado plácido y sosegado, porque es mi tierra de origen, la de mis raíces, mi pueblo del alma, MIRANDILLA, contemplándola verde y frondosa, en medio de tan pura naturaleza, con sus exuberantes encinas que llegan hasta sus mismas puertas, en medio del más puro medio natural, alejado del mundanal ruido y de la polución atmosférica. Allí está el solar querido donde me crie, en calle Arenal, nº 22, donde por ella de niño jugué y correteé con mis amigos de la infancia, que cada vez que vuelvo van quedando menos, pero que son recuerdos infantiles que nunca se olvidan y duran ya para siempre. Ese es el lugar de la tierra por mí más querido.

Cada vez que regreso a mi querido pueblo, al asomar por el cerro de la carretera y verlo abajo descansando, como si fuera un remanso de paz que hubiera sido a propósito buscado, no tengo más remedio que estremecerme, y hasta llego a emocionarme con tantos y tan maravillosos recuerdos como afloran mis sentimientos. Extremadura y MIRANDILLA son los dos lugares del mundo en los que yo siempre más he pensado desde que tengo uso de razón.

Allí, en mi pueblo, tuve yo mi cuna y mi niñez; aquel fue mi recinto entrañable y familiar donde crecí, bajo el regazo de mis padres, José Guerra Molina y de mí madre, Petra Caballero Higuero (q.e.p.d.). De su amor, por ellos querido y por Dios bendecido, nacimos los cuatro hermanos, de cuyo matrimonio, Eusebio, Manola, Emiliano y Antonio Guerra Caballero. Uno de los vínculos que más unen en la vida, es el de la familia; nada como eso hace nacer un espíritu más fuerte y que con más fuerza une a las personas. Los hijos somos respecto de nuestros padres la simiente que ellos siembran, que más cuidan con esmero y delicadeza, para que de nada les falte, tengan todo lo mejor y se críen en el seno familiar. Los hijos son la mayor ilusión de los padres.

Pero, retomando de nuevo a Extremadura, cada vez que a ella regreso procedente de Andalucía, donde resido, al entrar en su límite regional, siento como si se me ensanchara el corazón y se me alegrara el alma. Qué razón tenía uno de los componentes de una comisión agrícola israelita que hace ya años vino desde Jerusalén a Extremadura, para obtener información sobre la agricultura extremeña. Y, tras conocerla físicamente, exclamó: “Extremadura es la reserva ecológica de España”, añadiendo que, si Israel hubiesen tenido una de sus partes desérticas tan frondosa y exuberante como es la región extremeña, con tantos encinares, la hubiesen “convertirían en el vergel del mundo”.

Extremadura sigue siendo una región insuficientemente conocida y por descubrir, porque en ella se tiene un encuentro pleno con la naturaleza y también con otras muchas bondades, que para sí las quisieran otras regiones de España. Es todo un patrimonio y un emporio de riqueza histórica, artística, arquitectónica y monumental, que bastante gente todavía desconoce. Es todo un compendio de los más importantes de la historia de España, donde sólo la reconquista que su gente hizo para liberarla de la invasión de los árabes, duró más de 500 años.

Es una de las regiones más pura y limpia, a la que todavía no ha llegado, al menos tan de lleno, la contaminación ni la polución atmosférica; con exquisitos platos culinarios que degustar, como un buen cordero lechal, un rico cochinillo asado un jamón de pata negra, o una suculenta caldereta típicamente extremeña; todo ello, bien regado con un buen vino de “pitarra” (propia cosecha), que hacen las delicias tanto de su gente autóctona como foránea.

Y es que, cuando se nace y se crece en un sitio, se graban tanto las cosas en él vividas, que ya no se olvidan nunca y se añoran siempre. Por eso, cuando no puedo estar en Extremadura, pienso mucho en ella. Será una de las cosas que más han ocupado mi vida, mis pensamientos y mi imaginación

Y luego está la buena gente extremeña, en general, acogedora, sencilla, sana, sincera, noble y formal a carta cabal, de la que siempre se pueden esperar la mano tendida y el gesto generoso. Gente cumplidora de su palabra dada, sin dobleces y con su buena fe por delante. La gente extremeña, lo mismo se emociona, se entristece y se apena ante la desgracia o el mal ajeno, que se malhumora y se resiente cuando alguien la trata o considera por debajo del mínimo de dignidad del que ninguna persona debe descender.

Cuando el pasado 26 de octubre llegué a Extremadura, ya en pleno otoño, apenas habían caído cuatro gotas de agua. La otoñada de hierba había empezado a asomar, pero de forma algo indolente y tenue, las siembras nacidas estaban amarillentas y algo mustias. El campo daba pena verlo sin el típico verde con que por esas fechas suele ya presentar, amenazando con secarse. Hasta que semanas después se presentaron varias borrascas, no muy generosas, pero suficientes para remediar algo la situación. Los campos comenzaron a recuperar su frescura, alegres y reverdecidos. Y hace muchísima falta de que continúe lloviendo mucho más y de forma persistente, porque la tierra y el campo están todavía sedientos; pero, al menos, cuando me he venido, se veían ya con hierba crecida en la que ya pacía el ganado, las piaras de ovejas con el agradable sonar de sus cencerros, el balido de los corderos y de sus madres llamándolos para amamantarlos. ¡Qué estampa tan maravillosa!.

Normalmente, suelo reencontrarme con mi querida tierra extremeña. dos veces al año, en otoño y en primavera. Sobre todo, en esta última, es toda una delicia disfrutar allí de la eclosión primaveral de verde, luz y colores, que no llegarán hasta abril y mayo.

Esta vez, aunque al llegar encontré a Extremadura algo menos exuberante, con sólo algunos redondeles de brotes verdes dispersos, pero a los pocos días de llegar llovió ya agua regular y caladera, con un posterior sol radiante, suave y acariciador que pronto hizo rebrotar el campo, pareciendo como si fuera una alfombra verde a los pies tendida, permitiéndome gozar de largos paseos andando entre la verde vegetación, por cerros, valles y frescas cañadas, en medio de frondosas encinas y de la crecida arboleda.

Extremadura es todo pureza, repleta de espacios naturales dándose la mano unos con otros, con ambiente apacible y delicioso, limpio y sano, donde se divisan encalmados horizontes y cielos azules y altos, se perciben largas visibilidades hasta allá en la lejanía donde parecen juntarse el cielo y la tierra, con profundos silencios en los campos, libres de ruidos, con el menor índice de contaminación y con menos problemas ambientales; con un sol deslumbrante que todo lo ilumina y trasparenta haciendo relucir los objetos para resaltarlos, poniendo en el ambiente notas de nitidez, paz, armonía, sosiego y colorido, en pleno contacto con el mundo natural, con paisajes y contrates encantadores que hacen más grande su belleza y relajan los cinco sentidos.

El poeta castellano-extremeño, Gabriel y Galán, cantó así a la tierra extremeña: “Busca en Extremadura soledades/ serenas melancolías/ profundas tranquilidades/ perennes monotonías/ y castizas realidades”. Y otro escritor y poeta extremeño, de Alburquerque, Luis Álvarez Lencero, presenta así una de sus estampas extremeñas: “Anchos atardeceres de nuestra tierra/ bravos campos de Extremadura/ mares de trigo y ejércitos de encinas/ y rebaños de ovejas como espumas”.

Los días allí, en la primavera, son de mañanas luminosas, relucientes y placenteras. Se percibe una inmensa claridad que todo lo domina, resaltando el entorno y el medioambiente para darle mayor realce, vistosidad y belleza. Pero también es bonita Extremadura cuando por las tardes el sol comienza ya a descender lenta y suavemente hasta languidecer para introducirse en la penumbra de la noche.

Pero hasta las noches son allí bonitas y románticas las noches otoñales extremeñas, cuando comienzan a brillar en sus cielos las estrellas, porque ¿habrá otros cielos en el mundo donde se puedan contemplar tantas y tan brillantes estrellas como en los cielos extremeños en una de sus noches tranquilas y serenas?. En el firmamento extremeño las estrellas parecen ir por delante cortejando y abriendo paso a la preciosa luna llena, que toda henchida y resplandeciente se asoma por lo alto de la sierra, alumbrando las encinas y los olivares.

Me embeleso y me recreo contemplando allí la naturaleza extremeña, la quietud y firmeza de las encinas con sus raíces profundas hundidas en la tierra, sus grandes ramas y elevada altura de copa ancha; ahora en plena madurez de sus frutos (la bellota) en las montaneras, con sus gruesos troncos y viejas oquedades, que durante cientos de años han sido testigo presenciales y mudos de numerosas generaciones de la buena gente que labora y se afana por los campos extremeños.

Decía el poeta de Mérida, Jesús Delgado Valhondo, que como mejor se inspiraba rimando sus versos era escribiendo recostado sobre el tronco de una encina. El poeta Leopoldo Panero se jactaba de que su vida hubiera madurado bajo la sombra y los silencios de las encinas. Y Antonio Machado, exclamó ante los campos extremeños y de Castilla: “Encinas de Extremadura.../ encinas verdes encinas.../ humildad y fortaleza...”. Y en el mismo himno extremeño se recoge: “…Extremadura, patria de glorias, suelo de historia, tierra de encinas y gente de paz” (esto último, añadido por mí).

Por las dehesas extremeñas pace el ganado en la hierba, oyéndose el tañido de sus cencerros, los quebradizos jugueteos en colectividad de sus corderos, el mugido de las vacas, el relinche de los caballos y el ladrido de los perros. De día, por los alrededores, arrulla la tórtola, revoletean por los zarzales los regatos los mirlos, por los cerros arbolados cantan la perdiz, las alondras y los ruiseñores, por el cielo pasan volando las grullas en fila formando su típico “uno” y con su característico trompeteo. Y con la caída de la tarde al oscurecer, revoletean los murciélagos, pían los búhos y los mochuelos. Todo eso, pueden parecer meras sensiblerías, simplezas o sutiles veleidades, pero yo las percibo y las siento como brotes de vida que nacen de la propia tierra extremeña.

Y es que, cuando se nace y se crece en un sitio, se graban tanto las cosas en él vividas, que ya no se olvidan nunca y se añoran siempre. Por eso, cuando no puedo estar en Extremadura, pienso mucho en ella. Será una de las cosas que más han ocupado mi vida, mis pensamientos y mi imaginación. Y, a medida que voy siendo más mayor, recuerdo y me atraen con más fuerza la querida tierra extremeña y mi pueblo; porque cuando no se tienen a mano y se vive lejos, es cuando más se necesitan y se echan más de menos.

Cada vez que vuelvo y me reencuentro con mi pueblo, MIRANDILLA, siento que el alma se me estremece, noto como si el corazón me latiera más fuerte, creciéndome más mi espíritu extremeño. Por eso, ser "extremeño" es el título que más me identifica y me honra, cuando por todas partes voy orgulloso pregonando que lo soy. Siento a Extremadura como algo mío compartido que llevo ínsito en mi propia personalidad, que me marca, me configura y me determina en todo mi ser y mi sentir.

Y luego están los ricos sabores que de pequeño allí degustamos y que llevamos grabados en el paladar de forma imborrable, como los exquisitos productos de nuestra tierra, la caldereta extremeña, las migas, el jamón de pata negra, el lomo, el chorizo blanco y el colorado, la patatera, el mondongo y el rico “pestorejo” asado. Lástima que todo sea ahora sea tan incompatible con el colesterol y las enfermedades cardiovasculares, propias de los mayores.

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