Opinión

El extraño caso de Peter Bull

Hay una España mágica: meigas, esoterismo, leyendas que se pierden en el tiempo, personajes cuyas historias pertenecen a épocas remotas y se han ido trasmitiendo de  generación en generación. Hay ciudades ancladas a fiestas, bailes, danzas, pócimas sagradas, espíritus errantes que pueblan  lugares sagrados en los que la leyenda y la realidad se funden en una dimensión que traspasa la verdad y caminan unidas en la noche de los tiempos.

Celebramos en el calendario esos días sin fecha que nos recuerdan lo que sucedió alguna vez en algún lugar, en algún momento:  el mito, la imaginación, los cuentos de los antepasados van construyendo  la cultura popular.

Cuando llegué a Ceuta en el año 2004  estuve interesado por un personaje del que había oído hablar en el ferri el día en el que crucé el estrecho. Una anciana se sentó a mi lado, volvía a Ceuta después de haber estado 65 años exiliada en Argentina. Decidió marcharse la noche que asesinaron a Sánchez Prados; no pudo evitar derramar una lágrima recordando a los militares que maniataron al alcalde, le vendaron los ojos y lo fusilaron a las primeras horas del alba.

¡Nunca pisaré Ceuta! Exclamó con una voz apagada y triste que sonaba a derrota.

La nostalgia y la proximidad de la muerte hicieron que las olas y los vientos la devolvieran a Septem Nostra (prefería referirse de esta manera a la ciudad pues después de aquellos hechos la rabia le paralizaba el alma cuando pronunciaba el nombre).

Gregoria Santesmases, que así se llamaba mi compañera de barco, me sumergió en una armonía de palabras para explicarme el verdadero motivo de su regreso. Y así me quedé, absorto, perdiendo la noción del mar embravecido por Eolo.

Peter Bull era un hombre muy conocido: cuidaba a ancianos cuando salía del trabajo. No tenía ni un minuto, iba de acá para allá para cambiar pañales, ducharlos preparar la medicación, hacer curas, llevarlos al médico o pasar la noche en el hospital acompañándolos en cualquier urgencia. Su bondad era tal que contagiaba la vitalidad y el optimismo a los que lo rodeaban.

Peter  Bull rascaba los minutos que podía para dar de comer a los gatos; era algo superior a sus fuerzas verlos abandonados, famélicos, plagados de parásitos o heridos por alguna pedrada.

Peter no tenía una perra gorda en el bolsillo pero se las ingeniaba haciendo malabarismos para que sus felinos tuvieran los cuidados y alimentos básicos necesarios.  A su paso, los gatos lo seguían, sentían su presencia aunque estuviera lejos.

Bull hablaba con ellos, los acariciaba, los cogía en brazos para mecer sus desventuras callejeras.

Peter Bull era especial en todos los sentidos: aunque la suerte no lo acompañara mostraba su optimismo a cada instante.

Resultaba curioso que, aunque todo el mundo lo conocía, nadie le daba una oportunidad laboral que le proporcionara una calidad de vida que no tenía.

Con los años cada vez tenía más relación con los gatos que con los vecinos: pasaba horas y horas atendiéndolos. Tanto es así que el señor Bull perdió la cabeza y llegó a creerse un gato más de la colonia.

Peter Bull desapareció un buen día sin dejar rastro aunque corría la leyenda que se había convertido en gato.

Los ceutíes decían que cuando se oían maullidos en las puertas de las casas era el mismo espíritu de Peter Bull pudiendo comida para los gatos dejados de la mano de Dios.

Gregoria Santesmases, estando presa en la cárcel de mujeres, me habló al oído con el miedo en el cuerpo de ser descubierta.  Peter Bull me ayudó a escapar, sabía que era él y que se había transformado en gato para diseñar un plan de fuga mientras ronroneaba y me lamía la cara para lavarme la esperanza.

Al desembarcar la anciana me recordó que no olvidará darle de comer a Peter.

(Este cuento está dedicado a Pedro Toro y a todos los gatos de Ceuta que deambulan buscándolo por todas partes).

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