Ceuta, 9 de mayo de 2020. Al levantarme lo primero que he hecho es asomarme por la ventana. La oscuridad de la noche era todavía patente, pero el día estaba latente. Saturno y Júpiter, uno cerca del otro, brillaban como dos perlas sobre el manto oscuro de la noche.
Una luna brillante, pero achatada, se dirigía hacia Occidente. Yo, por mi parte, he tomado el camino opuesto para recibir a su amado sol. Así he mantenido el paso hasta llegar al fuerte de la Palmera, que era mi destino. Desde aquí se puede contemplar uno de los amaneceres más bellos del mundo. Una pareja de amigas se ha adelantado unos metros en el Camino de Ronda y han extendido su palo del selfie para grabar un vídeo del amanecer y dedicárselo a un amigo que hoy cumple años. Coincido con ellas cuando le han comentado a su amigo que este era uno de los mejores regalos que le podían hacer este día. Hay pocas cosas más hermosas que un amanecer en Ceuta.
Las franjas de nubes que se apoyan sobre el sobre el horizonte que parecía iban a eclipsar el amanecer lo que han logrado es realzarlo. Entre las nubes y el mar se ha abierto una alargada y estrecha ranura por la que ha emergido el sol mostrando un vivo color rojizo, que pronto se ha vuelto de una intensa tonalidad dorada.
El pasillo de luz que se abre sobre el mar atrae a los peces a la superficie y así las gaviotas tienen la oportunidad de desayunar. Las nubes hacen que el sol proyecte su sombra redondeada sobre el mar, lo que atrae a las aves marinas. Imagino que esta luz llega hasta el fondo marino para iluminarlo y encender sus colores. Debe ser algo muy bello estar allí para verlo. La vida marina es otro de los grandes espectáculos que se puede disfrutar en Ceuta. Esto lo saben viven los buceadores deportivos y los biólogos marinos, como mi querido amigo Óscar Ocaña.
Pienso que hay pocos lugares, como Ceuta, que ofrezcan en tan poco espacio una combinación tan atractiva de fondos marinos, paisajes y patrimonio cultural. A mi vista tengo un camino histórico jalonado por fuertes y torres defensivas del siglo XVIII. Es el lugar ideal para despertar y cultivar los sentidos, sensibles y sutiles, así como para trascender la realidad inmediata. Hay muchas posibles visiones de Ceuta, como de cualquier otro lugar. Yo lo hago ahora desde una alta atalaya, pero hay quienes prefieren hacerlo desde el mar, como lo hacen el grupo de piragüistas que en este instante veo navegar.
Otros, como ya he comentado, optan por sumergirse en el mar para deleitarse con los fondos marinos, o contemplar el paso de las aves, como hacen mis amigos ornitólogos. Son distintas formas de apreciar la naturaleza ceutí, a la que debemos añadir la práctica del senderismo por caminos, como en el que ahora me encuentro.
Puede que esta pandemia del COVID-19, en la que estamos inmersos, contribuya a que la gente aprecie aún más la vida que el virus amenaza y les ayude a abrir sus ojos a la bondad, la verdad y la belleza de la naturaleza y el cosmos. A los poetas nos corresponde el noble trabajo de expresar en forma de palabras lo que la mayoría de las personas experimentan al contemplar determinados lugares como Ceuta. Decía C.G. Jung que Dios es la experiencia de lo sublime y lo numinoso. La belleza es un regalo que los dioses han ofrecido a los seres humanos para que nuestras vidas no sea sólo dolor y sufrimiento, sino también disfrute y gozo. Amar la naturaleza es amar a la propia vida. En sentido contrario, todo el daño que le provocamos a la naturaleza no es sino el reflejo del hastío y la desesperación que muchos sienten en sus corazones. Como escribió H.D.Thoreau en las primeras páginas de “Walden”, “la mayoría de los hombres lleva vidas de tranquila desesperación. Lo que se llama resignación es desesperación confirmada”. Tal inquietud la provoca la falta de sentido que una amplia mayoría de personas encuentran a su vida. ¿Para qué tanto estudiar y trabajar, para que tanto sufrir y llorar si al final nos espera la muerte?
Algunas de estas semillas fueron plantadas en el siglo XIII, cuando Ceuta fue un importante centro religioso, científico, cultural y artístico. Sus huellas han quedado marcadas en el paisaje, como el santuario de Sidi bel Abbas que tengo delante, o en los objetos arqueológicos que he descubierto en mis últimos de actividad profesional. Toca ahora, como llevo haciendo en mis libros, regar estas semillas con el agua de la vida para que luzcan sus flores en primavera y den sus frutos en los próximos veranos.
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