Inteligencia artificial es el término de moda en nuestro mundo. Resulta imposible navegar por la red sin que te asalte algún artículo comentando los últimos avances en este campo o sus inminentes y catastróficos peligros.
Los anuncios que nos abordan en nuestro muro de Facebook están controlados por la IA diseñada por Zuckerberg y gestionada por Meta, al igual que los tuits que nos aparecen en nuestro feed de la recién bautizada X, la famosa red de Elon Musk.
Software de reconocimiento facial, inversiones en banca, predicciones climáticas y apuestas deportivas, son algunas de las actividades que ya podemos dejar tranquilamente en ‘manos’ de una IA avanzada. Pero, como en todas las áreas de la vida humana, las cosas no son siempre blancas o negras, sino que tienden a matizarse en una amplia gama de grises.
Existen detractores y defensores de la IA a partes iguales. Últimamente hemos podido ver a gurús de las empresas tecnológicas muy preocupados por el desarrollo de esta ciencia y el mal que podría acarrear al género humano si no le ponemos estrictos límites ahora.
Sin embargo, no se mostraron tan apesadumbrados cuando las incipientes redes sociales, allá por los años 2005, comenzaban a robar y vender datos de sus usuarios para actividades comerciales. O más adelante en el tiempo, cuando los correos electrónicos difamaban a tal o cual candidato político, o fomentaban aquella o esta incursión militar. Ahora, sin embargo, parece que los departamentos de marketing hacen un trabajo más eficiente y estos magnates se muestran mucho más solidarios y humanistas.
El problema es que me cuesta mucho pensar que, una tecnología valorada en cientos o miles de millones de dólares vaya a ser censurada y limitada de una manera tan alegre. La historia ya nos ha demostrado que, en estas ocasiones, cuando una tecnología no es popular, las grandes multinacionales y los estados simplemente la convierten en clandestina, pero no dejan de investigar en su desarrollo. Si la UE o EEUU establecen un férreo coto a su financiación y crecimiento, los laboratorios, simplemente, se marcharán a países con una legislación más flexible y abierta.
Para arrojar un poco de luz al asunto, me gusta recordar al viejo Aristóteles que nos decía aquello tan famosos de que la virtud se encuentra en el punto medio. Limitar, prohibir, restringir, no suelen ser verbos que mariden bien con la libertad de pensamiento o de investigación. Los antiguos griegos, que debatieron sobre muchas de las cosas que aún hoy nos preocupan, dedicaron arduos esfuerzos a comprender y clarificar el papel de la educación en su sociedad.
Mientras que algunos defendían la necesidad de instaurar estados fuertes y legalmente sólidos que pudiesen controlar a sus ciudadanos (recordemos el famoso caso de la ciudad-estado de Esparta), otros, como Platón y su amada Atenas, mantenían viva la idea de que la educación era el mejor motor de convivencia pacífica y democracia.
La educación es la base del desarrollo de un país, de una sociedad civilizada, progresista y tolerante. Y en cuanto a las IA se refiere, el asunto tiene la misma raíz. No podemos privar al género humano de una tecnología tan útil y que, a la larga, facilitará nuestra vida de una forma asombrosa. Tampoco es justo que la condenemos a la clandestinidad por simple populismo. La solución, al menos en mi opinión, es aprender a utilizarla, domesticarla, comprender que se trata de una herramienta al servicio del bienestar de las personas.
Hoy día, muchos filósofos defienden (y con muy buenos argumentos) la idea de que la técnica ha superado a la naturaleza y que esta queda bajo el control de aquella. Que el lugar del hombre está ya supeditado para siempre al desarrollo de la tecnología porque hemos alcanzado el cénit de nuestra evolución biológica y que, a partir de aquí, solo podemos avanzar de la mano de las ciencias aplicadas como la Inteligencia Artificial.
Lo que nos depara el futuro es grandioso (exploración espacial, avances médicos, prótesis robóticas o teléfonos móviles flexibles, por ejemplo) pero todo ello carecerá de auténtico valor y utilidad si no viene previamente domado por la ética y la educación. Cualquiera que sea el área en el que progresemos, deberemos hacerlo siempre dentro de los marcos éticos y culturales propios de nuestra especie. Y, para que estos sean conocidos, debemos enseñarlos en las escuelas e institutos desde edades tempranas.
Es imprescindible trabajar como sociedad para que los futuros científicos, empresarios o técnicos cualificados no antepongan el bienestar particular, o el interés económico al interés general y social de la mayoría.
Esto no es algo nuevo, de hecho, la pedagogía ya contempla estos principios desde que aparece como disciplina a principios del siglo XIX de la mano de figuras como Pestalozzi o Froebel. Pero opino, humildemente, que hoy día el reto es mayor.
Nuestros antepasados no tuvieron nunca una capacidad tecnológica y científica tan potente como la que manejamos nosotros hoy día. Cualquier teléfono móvil con acceso a internet tiene muchísima más información de la que nunca estuvo al alcance de Newton, Kant o Einstein. Y eso, además de ser un privilegio para nuestra generación, es una gran responsabilidad. Y, como toda responsabilidad, demanda una gran dosis de integridad y ética. Para obtenerla, es fundamental la colaboración entre las escuelas públicas, la administración y los colectivos docentes.
La inteligencia artificial ha llegado para quedarse, y todos aquellos que intentan limitarla solo retrasan lo inevitable. En su lugar, propongo aumentar la inversión en educación primaria y secundaria en este tema. Formar a los maestros y profesores en el arte de la inteligencia artificial y las nuevas tecnologías. Establecer escuelas-taller públicas en los municipios e impartir cursos gratuitos para todos los vecinos, así como cursos online abiertos a toda la comunidad.
Nuevos grados especializados en estos menesteres e, incluso, escuelas superiores que desarrollen e investiguen esta tecnología. Y, especialmente, nuevos itinerarios curriculares en la Formación Profesional. Las posibilidades son múltiples, pero hay que ponerse manos a la obra para no quedarnos rezagados con respecto al resto de nuestros vecinos europeos.
El poder de la tecnología moderna es apabullante, pero no deja de ser un elemento que podemos controlar. Pero, en este caso, la legislación no es la respuesta, sino la educación. Por muchas leyes y normas que definamos para ponerle coto, las IA van a continuar su desarrollo y expansión. Así, es mucho más seguro contar con una red de ciudadanos educados en tecnología y que dispongan de las habilidades y herramientas adecuadas para su control de una manera ética y saludable.
Ciudadanos que puedan diferenciar noticias falsas y bulos, de aquella información veraz y contrastada, que huyan de los intentos de phishing o fraude digital y que puedan extraer todos los beneficios que este nuevo mundo digital nos ofrece.
Graduado en Filosofía y Máster en Filosofía y Cultura Moderna por la Universidad de Sevilla.
Máster en Formación del Profesorado por la Escuela Internacional de Postgrado (Sevilla).
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