Opinión

Eternos vecinos

Vecinos los hay de todo tipo. Los más discretos y respetuosos con los demás, suelen pasar desapercibidos. Los resultones, van buscando permanentemente que nos fijemos en ellos. Que nos percatemos de su último modelo. Que escuchemos sus conversaciones cuando explican, siempre en voz alta, lo bien que les va en la vida, o cualquier otra tontería que se les ocurra. Pero los peores, sin duda, son los que van a lo suyo y les importamos un “mojón” los demás. Nada como unas buenas vacaciones para acordarse de que los vecinos existen. Y si son como las de este año, a medio camino entre el confinamiento por el coronavirus y los nuevos repuntes, mucho mejor aún, pues todos estamos algo más alterados y con ganas de desquitarnos. Aunque no hay que estar de vacaciones para sufrir a unos buenos vecinos. A nosotros nos han tocado de muchos tipos, a lo largo y ancho de la geografía en la que nos hemos movido. Voy a resaltar solo algunos de los más notables.

De los que mejores recuerdos tenemos es de una pareja que vivía justo encima de nuestro piso, hace algunos años. Él tenía un cuerpo enjuto. Ella, todo lo contrario. No sé si eran casados, pareja de hecho o divorciados. Nos da igual. El hecho es que todos estábamos pendientes de cuando la señora llegaba a la casa y se paseaba por las habitaciones marcando tacones. Especialmente nosotros, que los teníamos justo encima. Pero el espectáculo se producía a los pocos minutos de acostarse. Entonces, todos callábamos y escuchábamos. Pronto la cama comenzaba a balancearse. A continuación, surgían los gemidos de ella, que iban subiendo de tono hasta que se convertían en auténticos alaridos de placer. Pero la cosa no terminaba en el tiempo que podemos considerar como habitual (excepciones aparte). Seguían así un buen rato, hasta que los gritos se convertían en palabras mal sonantes, incluso en insultos (sospechamos que de mentirijilla). Todo, suponemos, formaba parte de una especie de ritual que servía para retroalimentar el deseo carnal de ambos.

Evidentemente, cuando acababan, muchos intentábamos algo similar. Pero nada. Imposible imitarlos. Eran unos auténticos profesionales. Lo gracioso era que, por la mañana, mi buen vecino, con su pequeño y consumido cuerpo, que en absoluto se correspondía con el del macho ibérico vigoroso en el que parecía transformarse por la noche, salía por la puerta con una cara de felicidad que no podía con ella. Al contrario que los demás, que, ya fuese por el cansancio de no poder dormir, o por los sucesivos intentos de emularlos, aparecíamos con unas ojeras que nos llegaban al suelo. Siempre he tenido recuerdos agridulces de estos vecinos, que se tornaban en algo parecido a una especie de sensación de envidia y admiración a la vez.

Pero no todos los vecinos molestan de esta forma tan “peculiar”. Es el caso del que nos ha tocado al lado en el piso de la playa. Es una especie de “hombre masa”, sin apenas cuello, con los ojos saltones, un color de cara oscuro, no se si de mala leche o de estar tostado por el sol, que, pese a su poco más de metro y medio de altura, tiene una masa corporal que debe superar los 150 kilos. Lo sufrimos el año pasado y lo hemos tenido que soportar también este año. No habla. No saluda. No lo hemos visto nunca con mascarilla. Cuando los demás estamos en la siesta, ellos están con la televisión a todo volumen. Cuando la mayoría hemos acabado de cenar, ellos llegan a la casa dando portazos, rastreando mesas y sillas, y discutiendo unos con otros. Primero comienzan los niños, ya algo zagalones. A continuación, entra en escena la madre, que empieza a dar voces de forma histérica. Acto seguido, interviene el “macho”, dando gritos, puñetazos en la mesa y amenazando a diestro y siniestro. Lógicamente, los chavales se callan, suponemos que por miedo a ser embestidos. A veces, ahí acaba todo. Pero, con mucha frecuencia, es el comienzo de una fuerte discusión familiar, a la que sigue un estruendoso portazo, cuando alguno de ellos abandona el hogar familiar. Todo esto se produce en el silencio de la siesta, o en el de las primeas horas de la noche. Todos les conocemos, los sufrimos y estamos al tanto de sus fechorías.

Dicen que la suerte de un loco es dar con otro. Por lo pronto, quizás para evitar más conflicto añadido en momentos duros de pandemia, hemos optado por guardar silencio, ponernos tapones en los oídos y cambiarnos de habitación. El próximo año, ya veremos. Quizás solicitemos a las autoridades correspondientes que hagan cumplir la ordenanza de ruidos. O, igual nos da por estudiar si existe algún tipo de presunta violencia machista y pedimos a la policía que intervenga.

El último caso es el de mi vecina del alma. Nuestra casa es medianería con la de sus padres. Es de este tipo de niñas que nacen ya mayores. Aunque es menor que yo, la recuerdo desde muy pequeña, cuando ya vestía y se peinaba como las mujeres mayores. También es de las que suelen ponerse a barrer o regar su puerta, justo cuando pasa alguna vecina a la que tiene que contarle el último chascarrillo. Es el prototipo de mujer maledicente que José Mota caricaturizó magistralmente con su personaje de Doña Rogelia.

Se casó con un forastero (así llamamos en mi pueblo a los que no son nacidos allí) bastante mayor que ella. Bueno, mayor solo de edad, porque, como digo, esta niña nació ya vieja. Durante años, su marido se dedicó a reformar la casa él solo. Llegué a cronometrarle hasta diez horas seguidas dando golpes con el cincel y el martillo. No sé cómo podía aguantar tanto. Aunque los muros medianeros son de más de 60 centímetros de anchura y las paredes están bien construidas, estos ruidos se suelen oír. Mucho más si se comienza con ellos a las siete de la mañana en días en los que todos descansamos, o en las horas de siesta, o incluso por la noche. Así hemos estado soportándolo bastantes años. Alguna vez que se nos ocurrió indicarles la conveniencia de que no dieran golpes en las horas más intempestivas, la buena señora nos dijo que ella no había escuchado nada.

Ahora, cuando nosotros hemos puesto una pequeña panadería ecológica, pese a las medidas de insonorización y aislamiento implementadas, nuestros vecinos dicen que oyen ruidos que les molestan. No saben qué tipo de ruidos, ni cuándo. Pero les molestan. Pese a que disponemos de todos los permisos y proyectos legalmente necesarios, aprovechando una pequeña modificación realizada, nuestros “eternos vecinos” han hecho alegaciones en el sentido de que el ruido no les deja dormir. Claro. Alguno de los ruidos que alegan (no más de lo que suele generarse en un despacho de pan), aunque lejanos y escasos, parece que se producen en horario comercial. Otros pueden ser debidos a algunas de las instalaciones exteriores, que, pese a que cumplen con todos los requisitos legales, a veces necesitan pequeños ajustes. Pero la señora y su marido siguen insistiendo en que no pueden dormir. Pero, ahora, no durante los cinco años anteriores.

Creemos que lo que realmente les ocurre a nuestros magníficos vecinos es que padecen el mal de vejez prematura, pero mezclado con el de la envidia. Y para curar esto, mucho nos tememos que no hay especialistas capacitados. Quizás no les vendría nada mal que algún día, cuando se cambien a su nueva casa, les toquen vecinos como los que nosotros tuvimos. Unos, para que los animaran las noches de “insomnio” prematuro. Otros, como el “hombre masa”, para que se dieran cuenta de lo que es molestar de verdad y a mala leche. Quizás con él no se atrevían tanto a formular denuncia alguna, pues en el fondo, además de malas personas, también son cobardes.

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