El primer caso del periodo de imbecilidad fundamentalista que nos ocupa en este H2SO4 se remonta a 1688 en Boston, entonces colonia inglesa en América del Norte. En ese año, lo que se consideró un “comportamiento extraño de varias niñas” se achacó a la brujería. Automáticamente, la lavandera irlandesa Ann Glover fue acusada, enjuiciada y ejecutada por bruja.
Y fue solo el preludio.
Cuatro años más tarde la locura, la irracionalidad, el dogmatismo, el puritanismo religioso y los oscuros intereses se conjugaron en Salem. Un clásico.
El 20 de enero de 1692, en Nueva Inglaterra, dos niñas de 11 y 9 años del poblado de Danvers (parroquia del pueblo de Salem, actualmente en el condado de Essex, estado de Massachussetts) empezaron también a tener una actitud que rápidamente se asoció a la que habían padecido las supuestamente embrujadas niñas de Boston pocos años antes.
Los signos consistían en fiebres altas, desmayos, histerias y crisis epilépticas. Las testigos afirmaban que se arrastraban por el suelo con unas raras contorsiones, al tiempo que todas ellas, al unísono, convulsionaban. También aparecieron en las niñas marcas como cicatrices, acné, vello y lo que se supuso eran lunares. Siendo el reverendo Samuel Parris el padre (y tío) de las dos niñas, aquello tenía color blanco y se vendía en botella.
Días más tarde, el médico local (tristemente recordado como doctor Griggs) atendió a las menores e inmediatamente corroboró que la causa de tantos trastornos era, sin duda, la brujería. El médico no quiso enfrentarse al poder del representante de la Iglesia. Seguro que les suena.
Una vez dictaminado por parte de doctoras, colonas y autoridades civiles y religiosas que aquello era, sin lugar a dudas, obra del maligno, todas empezaron a presionar a las menores, que afirmaron sentirse “afligidas” por “una presencia sobrenatural, inhumana e invisible”. Obviamente, el interés de las biempensantes iba mucho más allá del estado de ánimo de las niñas: querían el nombre de la bruja, verdadera intermediaria del Diablo y culpable de todos los males. Presionaron para obtener una confesión y, como es sabido, las menores cedieron ante tanta coacción acusando a Tituba, su nana, una esclava negra procedente de Barbados que trabajaba en la casa de los Parris. Negra y extranjera. Un escarmiento perfecto.
Pero una esclava no era suficiente botín y exigieron más nombres
Pero una esclava no era suficiente botín y exigieron más nombres. Ellas volvieron a claudicar. Sarah Good, una pobre mendiga sin casa ni trabajo, y Sarah Osburn, una mujer que nunca iba a la iglesia y que había escandalizado a las puritanas por su amoríos con un peón de labranza, fueron las inculpadas. Una pobre de solemnidad y otra que se saltaba las convenciones. La cuadratura del círculo.
Las tres fueron detenidas. Como las dos Sarah lo negaron todo tajantemente, hicieron creer a Tituba que la única manera de salvarse era la de confirmar que, efectivamente, las otras dos eran brujas. Tituba cedió y accedió.
Sarah Good fue ahorcada. Sarah Osburn murió en la cárcel. Tituba acabó siendo liberada y recomprada por otra ama.
Pero aquello solo acababa de empezar.
La histeria colectiva, junto con los intereses cruzados, se apoderó de todas. Las denuncias fluyeron y se acusó de brujería a aproximadamente doscientas personas, de las que veinte murieron en la horca y otras cinco en prisión, por no mencionar a un acusado que murió aplastado por piedras en un tormento que se le impuso por no querer declarar ante el tribunal.
¿Y la supuesta posesión de las niñas? Obviamente, la causa estaba muy alejada de la presencia del ángel caído. La ingestión de pan de centeno infectado por un hongo (cornezuelo), cuyos efectos eran alucinógenos y producía lesiones como las descritas en las menores, estuvo en el origen patológico de las crisis.
Poco importaba el verdadero origen de todo aquello. Se trataba de liquidar cuentas pendientes y de infundir el miedo para lograr la sumisión incondicional. Y en esas estamos.
En unos tiempos en los que el cambio climático provoca más frío en París que en el Ártico (0º en el Polo Norte y 6º en Groenlandia en el mes de febrero), se considera que las militantes medioambientales son unas alarmistas que quieren acabar con nuestras comodidades. Que vayamos camino de la autoaniquilación resulta intrascendente. De pena.
Cuando algunas (cada vez más, afortunadamente) tienen el valor de seguir reivindicando la lucha de mujeres como Clara Campoamor, Louise Michel o Emma Goldman, se nos intenta convencer de que el feminismo es algo innecesariamente radical, como si el concepto de Igualdad fuese tan descabellado como trasnochado. Está claro, los principios están en franca decadencia.
En un periodo en la que las librepensadoras son las únicas que siguen atreviéndose a plantar cara al poder reivindicando la Fraternidad como finalidad, siempre existe un paredón o un exilio preparado para francmasonas, y para todas aquellas que osan pensar contracorriente. Parece que querer avanzar siempre es cosa de otras.
Mientras las jubiladas, cargadas de razón, protestan con vehemencia por la miserable subida de sus pensiones, nosotras nos comportamos como si oyésemos llover, como si esa lucha no fuese la nuestra. Nos llevan al matadero social y ni siquiera nos inmutamos, pero sí protestamos por el tostón que están dando unas viejas improductivas. Al final va a resultar cierto que tenemos lo que nos merecemos.
Mientras las jubiladas protestan con vehemencia por la miserable subida de sus pensiones, nosotras nos comportamos como si oyésemos llover, como si esa lucha no fuese la nuestra
Mala época en la que ni siquiera nos extraña el hecho de que en el año 2017 las consejeras de las compañías eléctricas ganaron un 16% más, el mismo porcentaje que nos costó de más la luz el pasado año (las empresas eléctricas ganaron 5627 millones de euros en 2017). Eso sí, seguimos considerando que las que defienden a las consumidoras son parásitos que solo quieren entorpecer la maravillosa recuperación económica. No hay mayor ciega…
Lamentables momentos en los que el sinónimo de esclavitud organizada o de pobreza se denomina, con cinismo, “mercado”. Y no, ninguna de nosotras tiene el arrojo de levantarse para escupirle a quienes permiten esta brutalidad, sino que además tildamos de broncosas a las que sí protestan por este nuevo nazismo camuflado. Pero como nos negamos a quitarnos la venda de ojos y cerebro, todas tan felices, oiga.
Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene y quizás piense que las condenas a las nuevas brujas de Salem no le afectan. Pero debería considerar que, cuando a las horcas les falten cuerpos colgando y las hogueras ya no tengan ni libros para alimentarlas, quizás entonces la tomen a usted como culpable ideal. Pero entonces ya será tarde para defenderse porque todas le apuntarán con la misma falta de piedad que usted está teniendo ahora.
Ya lo cantaba el poeta anarquista francés Léo Ferré:
“El código del miedo rima con patíbulo,
Basta con encontrar algunos ahorcados por adelantado
Y Dios mío, eso nunca falta”.
Si llegadas a este punto aún nos creemos que las que evidencian nuestras miserias son las culpables de todos los males, es que definitivamente nosotras también vivimos en Salem. Nada más que añadir, Señoría.
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