Opinión

ÉTER 2.0, por Germinal Castillo

Los anales de medicina aseguran que tres mil años antes de Cristo los asirios ya dominaban una técnica -ciertamente peligrosa- que consistía en comprimir la carótida del paciente al nivel del cuello.

Ese aplastamiento de la arteria provocaba una isquemia cerebral que, a su vez, sumía a la persona en un estado comatoso que se aprovechaba para llevar a cabo la cirugía correspondiente. Premonitorio.

Algunos miles de años más tarde (700 a.C.) se tiene constancia de que en Perú se hacía masticar coca con alcalinos para realizar extracciones de piezas dentales. Dormir la boca, el objetivo. Hipócrates (460-377 a.C.) fue el primero en emplear una mezcla de opio con otras sustancias para adormecer a la paciente. A este método se le conocía como “esponja soporífera”.

Denominación con recorrido. Sin embargo, hay que viajar hasta el año 50 para encontrar la primera literatura en torno a la descripción de la anestesia tal y como la conocemos ahora. A cargo del médico griego Dioscórides, los textos describían por primera vez el concepto de anestesia. Desde entonces, no se ha parado de utilizar.

En 1665 se produce otro importante avance. El médico y naturalista alemán Johann Sigismund Elsholtz inyectó una solución de opio para eliminar temporalmente el dolor. Se había logrado camuflar el sufrimiento. Casi 200 años después, en 1842, la anestesia por fin lograba hacerse un sitio “oficial” en la medicina. Ese año, el médico y farmacéutico estadounidense, Crawford W. Long, utilizó éter para dormir a un paciente y posibilitar la extirpación de varias formaciones quísticas en la cabeza.

Lo imposible ya era realidad. A partir de ese momento, la progresión fue brutalmente exponencial hasta llegar a nuestros días. A pesar de que se sigue investigando, hoy podemos contar, gracias a unas excelentes profesionales, con unas anestesias seguras, eficaces y hasta microlocalizadas si así lo aconseja la cirugía. Un avance increíble a la hora de insensibilizarnos frente a un proceso irremediablemente doloroso.

Y en esas estamos. Lo que en el campo médico debe ser saludado, aplaudido y potenciado, se transforma, en el área de lo social, en una pesadilla advertida de forma premonitoria a mediados del siglo pasado por las lúcidas mentes de Georges Orwell, Aldous Huxley, Camilo Berneri o Albert Camus, entre otras.

¿Burda teoría de la conspiración? Pasen y lean… La doctrina del shock aplicada desde las más altas instancias (recomendamos, una vez más, la lectura de la obra del mismo nombre de la periodista canadiense Naomi Klein) ha provocado en todas nosotras una actitud absolutamente contra natura con respecto a lo que estamos padeciendo.

La aplicación del paralizante miedo como eficaz método de letargo y narcosis está surtiendo efecto. Algunas le aplican los sinónimos de nueva no-intervención o posición acomodaticia. Las demás nos apuntamos al confortable no nos afecta.

Sea como fuere, el perverso mecanismo funciona, y a las evidencias hay que remitirse, a pesar de que la corrupción sea -según el barómetro del CIS- la segunda preocupación de las españolas, siendo el paro la primera; incomprensiblemente, no nos sentimos parte afectada.

La corrupción político-empresarial mueve cantidades colosales sin que nadie parezca inmutarse, más allá de magníficas conversaciones de barra de bar, de heroicos posts en Facebook o incendiarios tuits.

Pero poco más. De hecho, los partidos gangrenados por la corrupción siguen siendo los más votados. ¿Increíble? Verifique todos los mapas electorales y lo comprobará. Las cifras marean. Según la nada sospechosa de antisistema Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC), la corrupción nos cuesta alrededor de 90.000 millones de euros al año, o dicho de otra forma, el 4,5% del PIB.

Voy a reescribir el dato por si a alguna no le ha quedado claro: las prácticas corruptas nos cuestan a las españolas cerca de noventa mil millones de euros al año. Aportada por el “organismo público que promueve y defiende el buen funcionamiento de todos los mercados en interés de los consumidores y empresas” (definición tomada de la página web de la CNMC), la cantidad robada es tan estratosférica que necesita ser llevada a un lenguaje más terrenal.

Según un estudio hecho público, lo que nos roban vía corrupción es cuarenta y cinco veces superior al coste de todos los sistemas sanitarios públicos españoles. Más indicadores. Con los números de la CNMC, Andalucía podría vivir “gratis” tres años y la Comunidad de Madrid también podría estar exonerada de impuestos durante cuatro años.

Sin embargo, la nada más absoluta se instala en nosotras en cuanto a reacción se refiere. Ni la más mínima protesta, ni un atisbo de reprobación, ni una sombra de disconformidad. O tenemos la firme convicción de que el dinero que se roba no es nuestro, o nos hemos tragado integralmente que la corrupción es algo consustancial a nuestro país, como si el gen de robar nos viniese de serie en el ADN.

De locas. Tampoco nos podemos olvidar del falso axioma de que todas las políticas roban y que más vale mala conocida que choriza por conocer. Todas parecen funcionar. Demencial. Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero seguir aceptando sin pestañear este verdadero atraco a mano armada mientras que los recortes nos hunden en la infame miseria es del todo incomprensible.

Llegadas a este punto, no nos queda más remedio que admitir que la anestesia es mucho más que una técnica médica insuficientemente valorada que posibilita que todas las intervenciones estén exentas de dolor. Deberíamos ir admitiendo que la anestesia social que nos están inyectando en el córtex cerebral mantiene nuestros cerebros amorfos.

Deberíamos ir admitiendo que el gas hilarante que absorben nuestras neuronas está inutilizando nuestra capacidad de indignarnos antes las realidades más asquerosas. Deberíamos ir admitiendo por qué las que tanto defienden la libertad de mercado son las primeras en intervenirlo con sus reglas amañadas y sus dados trucados sin que a nosotras nunca se nos ocurra cuestionarlo.

Deberíamos ir admitiendo, finalmente, que cuanto más avanza el tiempo y más fuertes se hacen las corruptas en sus tronos de privilegios, más difícil resulta erradicar estas conductas mafiosas.

Una cosa parece clara: una vez demostrada la extrema eficacia de este éter 2.0, el siguiente paso será subir la dosis para que nos traguemos que, en el fondo, los campos de concentración no son tan malas opciones como se desgañitan algunas en advertirnos. Eso sí, franqueada esa frontera, las actuales cadenas le parecerán toda una bendición. Nada más que añadir, Señoría.

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