Opinión

Estampas otoñales de Ceuta (I)

Solemos asociar el otoño con la tristeza y la melancolía, pues termina el verano, el buen tiempo y los niños y jóvenes tienen que volver a la escuela, al instituto o a la Universidad. Con esto del cambio global los veranos se prolongan más de lo habitual y hasta bien metidos en el mes de octubre seguimos en mangas de camisa y pantalón corto. Bien es cierto que desde hace unos diez días, las temperaturas han descendido un poco y, por fortuna, han llegado las primeras lluvias. Yo he aprendido a apreciar los otoños desde que hace una década hago de mis paseos por la naturaleza una arraigada costumbre. Siempre voy con mi cámara fotográfica, mi cuaderno y mi bolígrafo captando imágenes y tomando notas de mis percepciones, sentimientos, emociones y pensamientos que me inspiran los paisajes de Ceuta. Quisiera compartir con vosotros, nuestros amables lectores, algunos de mis relatos otoñales.
Aprovechando la festividad de la hispanidad me levanté bien temprano y me encaminé al mirador de Isabel II. De esta posición elevada pude comprobar que la niebla cubría el istmo y la Almina, dejando al descubierto el Campo Exterior y el Monte Hacho. Este promontorio parecía esa mañana un islote rodeado por un mar de nubes bajas. Según el sol iba tomando altura y fuerza, la neblina se despejaba permitiendo ver el puerto y luego la Almina. A las 8:55 h entró en el puerto el fast-ferry de la compañía Transmediterránea, después de lo que a buen seguro tuvo que ser una travesía fantasmagórica por el Estrecho de Gibraltar. El barco entraba en la bocana con el sonido de las bocinas de niebla y escoltado por las gaviotas. Éstas pasaban de una bahía a otra con las alas apenas desplegadas aprovechando el viento de levante. La niebla ascendía por la vertiente occidental de García Aldave trayendo humedad hasta donde me encontraba. El sonido de la bocina de los barcos me retrotraía a mi infancia y al recuerdo de que nací y vivo en una ciudad marinera.
Desde el mirador de Isabel II me dirigí al de Benzú. Quería observar el efecto de las nubes sobre el Atlante dormido. Las nubes se elevaban para superar las cotas más altas de Sierra Bullones y así acariciar el cuerpo del titán petrificado. Pasaban a una apreciable velocidad, como si tuvieran prisa por disolverse en el Estrecho de Gibraltar. Es como si antes de desaparecer quisieran tocar esta montaña sagrada y mágica que sirve de Axis Mundi entre el inframundo, la tierra y el cielo. Nuestra vida, pensé, se asemeja a estas nubes: nacemos a nivel del mar, nos elevamos hasta alcanzar la cúspide y luego los años corren a toda prisa antes de diluirnos en el infinito firmamento. Hay quienes, como estas nubes, rozan la eternidad, apreciando el milagro de la vida y la belleza de la naturaleza.
Después de desayunar un buen té moruno, paseé por el arroyo de Calamocarro. Ya desde la playa escuchaba el canto de los bulbules naranjeros, considerados los “ruiseñores de África” por sus bellas entonaciones. Mi corazón se alegraba a cada paso que daba por este paraíso natural. Los bulbules no se dejan ver con la misma facilidad que lo hacía un curioso petirrojo que se asomó para verme. No obstante, agudizando el oído y la vista conseguir ver y fotografiar a un bulbul naranjero que se escondía entre un frondoso palmito. Su canto había delatado su posición. Unos metros más adelante se cruzó en mi camino una bella y elegante mariposa monarca que se posó el tiempo suficiente para captar su imagen. Por desgracia, el cauce del arroyo de Calamocarro estaba completamente seco. Supongo que tras las lluvias de los últimos días se habrá recuperado un poco y con él los colores del campo. En este día los únicos colores que resaltaban eran las flores amarillas de las albahacas, los frutos rojos de los lentiscos, las moras y el intenso negro de los frutos de las hiedras. El marrón era la tonalidad dominante, como corresponde a la estación otoñal. Los alcornoques desechan en estas semanas sus viejas hojas y dejan sobre el suelo las bellotas destinadas a repoblar de manera natural estos bosques.
El verde manto de helechos que suele cubrir la ribera oriental del arroyo de Calamocarro había cambiado al marrón otoñal. Están quemados por los rayos solares durante un verano cada vez más prolongado. Unos metros más adelante me encontré con una explosión de color en torno al único manantial del arroyo del que sigue brotando agua. Aquí se concentraban las flores de “Lantana camara”, más conocidas como “banderita española” por su semejanza a los colores de la insignia nacional, cuyo día celebrábamos el día de mi paseo por el arroyo.

"El verde manto de helechos que suele cubrir la ribera oriental del arroyo de Calamocarro había cambiado al marrón otoñal"

En la subida a los castaños centenarios hice una parada para disfrutar de un viejo chopo, el más alto de los árboles de este arroyo. Lucía un renovado vestido de hojas verdes que brillaban como lentejuelas agitadas por el viento. Por su parte, los acebuches mostraban sus aceitunas de piel negra y carne granate. Quise acercarme hasta uno de ellos, pero un oloroso hinojo me cerraba el paso para que me detuviera a olerlo, algo que hice gustoso. Me resultó una fragancia muy agradable. Esta obligada parada me permitió contemplar, a pocos metros, a uno de los centenarios castaños de este arroyo de Calamocarro. Algunos testimonios recogidos en las fuentes escritas dicen que estos castaños fueron plantados por un grupo de los nazaríes expulsados de Granada en tiempos de los Reyes Católicos. Si esto fuera cierto llevarían más de quinientos años contemplando el Estrecho con la misma nostalgia que quienes los plantaron. Es muy probable que sus semillas fueran traídas desde Granada a esta tierra transfretana. Cada otoño estos castaños dejan caer sus frutos protegidos por la cápsula subglobosa muy espinosa denominada “zurrón”. Con cuidado para no pincharme, cogí un par de castañas para comérmelas a la sombra del castaño. Al probarla me dejó un amargo sabor en la boca. Supongo que habrá que esperar un poco antes de comerlas.
A pesar de su longevidad, los castaños muestran unas hojas grandes y verdes que son toda una delicia para la vista. Sentando sobre las raíces de un castaño sentía la calidez que parecía desprender su grueso tronco para protegerme de la fresca y húmeda brisa de levante. Hay que lamentar que varios de estos castaños se quemaron hace unos años por causa de un devastador incendio forestal. Otros ejemplares quedaron malheridos y, a pesar de que las autoridades ambientales no se preocuparon en curarlos, sobreviven de manera milagrosa, aunque algunos no tengan suficiente fuerza para dar frutos.
No podía salir de arroyo de Calamocarro sin visitar el majestuoso pino que reina en este lugar. Cada vez que vengo reconozco un nuevo rostro emergiendo de su tronco. Permanecen dormidos y con semblantes serios y compungidos llorando resina por sus ojos. Les duele mucho el maltrato que se le dispensa a la naturaleza. Pocos prestan atención a sus enseñanzas ni respetan a las criaturas que habitan la tierra. El destino de la humanidad es el de ser la conciencia que experimenta, siente y expresa toda la verdad y toda la belleza de la obra divina, para enlazar la Realidad con el mundo aparente en el que discurre nuestra existencia terrenal. Este es un mundo hecho para la experimentación, el aprendizaje y la conformación de nuestro cuerpo sutil de luz. Me dio la impresión de que el viejo y sabio pino está de acuerdo con mi pensamiento al esbozar una leve sonrisa de aprobación.
En próximas entregas narraré las impresiones obtenidas durante las salidas en barco para el avistamiento de la pardela cenicienta y del amanecer arrebolado que disfrute desde el Camino de Ronda hace una semana. Espero que las lecturas de estos relatos les anime a salir a la naturaleza para empezar a mirar al otoño con ojos renovados, pues la renovación es lo propio de esta estación del año.

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