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Estampa de otoño

Cuando yo era niño el otoño me llegaba siempre con cierto retraso. En lugar del 21 de septiembre, que era la fecha que en el calendario indicaba el comienzo del otoño, para mí no empezaba hasta el 2 de octubre.

A veces el 3 o el 4, si el 2 había caído en sábado o domingo. Ese fatídico 2 de octubre era el día que comenzaba el curso en mi colegio de frailes. Desde ese día hasta el 22 de diciembre, que teníamos las vacaciones de Navidad, eran tres meses de internado que, para nosotros era como si estuviéramos en la cárcel por el delito de ser niños  –ahora a los presos los llaman internos-, pero con un marcado agravante sobre los presos de verdad: había que ir a misa, al rosario, a clase y todos los sábados teníamos confesión y cada año ejercicios espirituales.
Los primeros días de cada curso la novedad siempre eran los frailes que ese año teníamos en nuestro curso, algunos ya conocidos y con mote y otros nuevos, llegados durante el verano de otros colegios. Sobre los nuevos en seguida comenzaban a correr los más extraños e inquietantes rumores. “El de física y química dicen que es un hueso”, anunciaba uno. “El de matemáticas pega unas hostias como platos”, aseguraba otro. “El de latín no pega por muchos disparates que digas, pero pone ceros como huevos.” Aún no había pasado una semana y ya tenía cada uno su mote. Casi siempre eran nombres de animales: “El Pulpo”, “El Gato”, “El Pájaro”, “El perro”… Con todos ellos se hubiese podido formar un zoológico frailuno perfecto.
Desde las clases se veían las ramas de los árboles del patio de recreo –árboles tísicos, de escuetas ramas y troncos doloridos de muchos empujones y balonazos-, que los días de otoño la brisa que venía del mar agitaba sin clemencia. Recuerdo que una vez el Gato, interrumpiendo su clase de matemáticas, nos pidió que miráramos los árboles. Todos volvimos la cabeza hacia las ventanas. Justo en ese momento, una ráfaga de extraordinaria fuerza, zarandeaba todos los árboles del patio.
-¿Ven cómo caen las hojas de los árboles?
-Sí, claro que las vemos.
-Pues así están cayendo en este momento las almas de los pecadores en el infierno. Y algunos de ellos son niños, incluso niños menores que ustedes. Todos han cometido algún pecado contra la castidad.
Ahora yo le habría pedido el acta notarial que acreditase la veracidad de tal atrocidad. Entonces la di por buena sin más averiguación. El resto de la clase hizo exactamente igual y el fraile, una vez conseguido el efecto aterrador, siguió con su clase. Sin embargo en los últimos cursos de bachillerato no había un solo fraile que se le ocurriese sacar a relucir el numerito de los árboles. Ya éramos zagalones y, aunque los internos no tuviésemos acceso a ellas, los externos, en los recreos, nos hablaban de las delicias del amor callejero, de la zona de las meretrices, de sus precios y condiciones. “Algunas hasta te fían”, comentaban los más osados en los corrillos que se formaban en los recreos, que los frailes trataban de deshacer, mandando a todo el mundo a jugar. De acuerdo con nuestra impaciente pubertad, en lugar del numerito de los árboles, los frailes habían inventado otro mucho más aterrador: el del muerto resucitado. Se trataba de un joven que, tentado por el diablo, una tarde fue a una casa de perversión. Justo en el momento de salir, ¡zas!, un coche que se le echa encima y lo aplasta. Estaba toda la familia velando el cadáver cuando de pronto comenzó a moverse. “¡Milagro! ¡Milagro!”, comenzaron a gritar llenos de alegría familiares y amigos. Pero la alegría duró muy poco. El joven se alzó del ataúd y con voz cadavérica sólo les dijo: “No recéis por mí, que estoy en el infierno”. Acto seguido volvió a su antigua posición de muerto. Al terminar el relato los frailes nos preguntaban qué moraleja se podía sacar del suceso. Ya sabíamos que la respuesta era que jamás debíamos entrar en una casa de perversión, pero una vez el gracioso de la clase, sin más fin provocar al fraile, le respondió: “Antes de cruzar la calle siempre hay que mirar a los dos lados, no sea que venga un loco a toda velocidad”. Era –pienso yo ahora- la respuesta correcta, sin embargo la clase comenzó a reír y el fraile le lanzó una filípica en toda regla.
A poco de comenzar el nuevo curso teníamos ejercicios espirituales. Los frailes los justificaban diciendo que había que lavar nuestras almas de todos los miasmas que habían cogido durante las vacaciones.  A veces, poco antes de Semana Santa, teníamos otros ejercicios espirituales, pero algunos años venía muy pronto la Semana Santa, llegaban los exámenes y no había ejercicios espirituales. En cambio, los primeros no los evitaba ni Dios. Los ejercicios consistían en toda una semana sin hablar, siempre oyendo sermones, pláticas y cantando el “Perdona a tu pueblo, Señor…”. El plato fuerte era el infierno, con el fuego que abrasa y no consume y tampoco tiene final. En ninguno de aquellos ejercicios hubo nadie que pidiera el acta notarial acreditativa de tal barbaridad. Es lo que yo haría ahora si me viese en tal situación. Los ejercicios siempre terminaban en confesión, que era lo que el colegio deseaba.
Otros otoños que yo no puedo olvidar son los de mi etapa francesa, cuando los finales de semana iba con mi perra “Chica” a buscar nueces y castañas al bosque. Luego las asábamos en la chimenea y las comíamos entre todos, incluida “Chica” que, a juzgar por el afán con se las comía, debía considerarlas un auténtico manjar.  La única precaución con ella era que había que esperar a que estuvieran completamente frías, pues, al contrario de los humanos, no las soportaba calientes. Ahora, cuando recuerdo aquellas horas de felicidad, paseando por el bosque de castaños  de las orillas del Sena y disfrutando de la chimenea, casi me parece imposible que todo se lo haya llevado el tiempo y que sólo sea un leve recuerdo en mi mente que a veces casi parece un sueño. ¡Qué pena que la vida sea como un reloj al que nunca se le puede dar marcha atrás!

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