Es así, hace tiempo que la humanidad se despegó de su vínculo con la naturaleza más allá del favor inmediato; se apartó del ritmo cadencioso de las estaciones como único cauce hacia la felicidad, y de la inevitabilidad de las consecuencias.
Al contrario, cada mañana nos subimos a un carro que se mueve a la velocidad impuesta por los rascacielos de Nueva York, por el frenesí de los astilleros o por la pequeñez de la robótica japonesa. Quien no acepte que las autopistas de las mercancías y de la información son imposibles de doblegar corre el riesgo de quedar atrapado en una extraña situación.
Es decir, la única forma de humanizar el mundo es sobre la marcha, dando astucias a los patrones para que corrijan el rumbo, e introduzcan en las cartas de navegación la variable de la habitabilidad.
En este ambiente se yergue el fenómeno de la escritura, como única forma de contestación, un lenguaje capaz de poner nombre a los desafíos, y hacer que germinen los valores que un día nos hicieron crecer.
Como contrapunto al hombre de la metrópoli, cuya experiencia mental está basada en el rigor de los códigos binarios, o en las complejas fórmulas de la economía, la escritura propone un modelo de superhombre cuya vida es un desafío basado en los ancestros del conocimiento y en la búsqueda de la inmortalidad.
Dicen que hubo un tiempo cuando las palabras escritas hacían progresar a los imperios, y la exaltación del silencio era signo de sabiduría.
Es cierto, al ser preguntado el monje por el porqué de su retiro, en medio del pedregal, contestó: “Extraño ser el uso de la palabra hablada más allá de lo necesario. Si no hay descanso, no hay verdad”.
Y es que los grandes hitos de la filosofía y de la ingeniería han sido concebidos en la escrupulosa observación del silencio, pues en el silencio las palabras se revalorizan y se potencian, y llegado el momento de su despertar la fuerza que originan es colosal.
Trabajar las palabras en silencio, que así se llama al pensar, es una actividad agotadora. Por eso, hago ver que, en realidad, los hombres y mujeres de vida monástica o retirada deben ser fuertes de espíritu como condición fundamental. Y esta fuerza reside en el estudio.
He pasado varios años averiguando a qué querría dedicar mis días, y no obtuve respuesta. Sin embargo, al preguntarme a qué querría dedicarme si viviera tres vidas, se allanaron los caminos y encontré una certeza: una vida la dedicaría al silencio, a llenar de letras el libro blanco de la existencia.
Por muy alto que sean nuestros edificios, la voz apagada del alma siempre será necesaria. ¿Qué fue primero el silencio o la palabra?
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