Categorías: Opinión

España entre memoria y olvido

Miguel Ángel Blanco había cumplido en mayo 29 años, cuando pistoleros de ETA lo secuestraron en julio de 1997. Fue el día 10 sobre las 4 de la tarde y no mucho después se recibía en la tribuna oficiosa abertzale, el periódico EGIN, la reivindicación del delito y la exigencia al Gobierno de Aznar para que en 48 horas los presos etarras fueran acercados al País Vasco. Casi una hora después de que se cumpliera el ultimátum, poco antes de la 5 de la tarde, Miguel Ángel era tiroteado en la cabeza y moría a consecuencia de ello en la madrugada siguiente, el día 13 de julio. Hijo de albañil y ama de casa, originarios de Galicia había hecho estudios de Económicas y quería casarse en el mes de septiembre de aquel año. Era un blanco fácil, concejal del PP en la localidad vizcaína de Ermua. Quién habría conocido la existencia de Miguel Ángel si no hubiese dado el paso de afiliarse a las Nuevas Generaciones del PP y entrar en la corporación municipal de su pueblo con su acta de concejal en mayo de 1995, sino el círculo de las personas que acoge a cualquier ciudadano, sus padres, Miguel y Consuelo, su hermana María del Mar, sus familiares, sus vecinos, amigos, compañeros de trabajo y, por supuesto, su pareja. Pero la vida de aquel muchacho de expresión noble fue torcida hasta quebrarla por los que amparados en el “niebla y noche” del nacionalismo vasco. En la ruleta arbitraria de los rendimientos y la propaganda política de la peste etarra, él sólo era un número al que apostar con su propia vida.
Probablemente, no existía ninguna antipatía personal, ningún encono, simplemente era el que convenía. Los cazadores habían estudiado a la presa elegida, se pusieron manos a la obra y con la contumacia y la obcecación de quienes tienen el corazón frío y no se plantean nunca la moralidad de sus actos ni sus consecuencias, obraron según los dictados de la “obediencia debida” a sus jefes y la fidelidad a Euskalherría.
Han transcurrido casi 15 años del asesinato de Miguel Ángel, como han pasado más y menos desde la muerte de otros muchos, unos militares, otros policías y guardias civiles, jueces, periodistas, políticos, gente que estaba en el lugar indicado a la hora elegida, gente que paseaba, que entraba o que salía, niños, hijos, padres, hermanos… cuyos asesinatos dejaron desgarros de difícil, por no decir imposible costura, en los que los amaban y apreciaban. La muerte brutal del concejal de Ermua levantó de los asientos de sus costumbres y derivas a una sociedad que a muchos otros les negó la dignidad debida. Qué años aquellos de tristeza en los que a los asesinados se les ocultaba como si fuesen un oprobio tras las escuetas notas y cariacontecidas declaraciones oficiales; aquellos años en los que nadie levantaba la voz con firmeza y sentido de la ciudadanía para llamar a las cosas por su nombre. Pareció que la muerte de aquel muchacho fue un aldabonazo en las conciencias dormidas de tantos y tantos españoles de cualquier rincón de nuestro antiguo solar. Una enorme marea de serena y firme indignación, una ola que nos pareció iba a demoler los muros levantados por la ideología reaccionaria del nacionalismo, se elevaron desde las manos alzadas por una ciudadanía despertada a una terrible pesadilla. Aquel movimiento trajo buenos propósitos y proyectos, los políticos parecieron volver a tomar conciencia plena de los hechos. Nos sentimos mejores y, a pesar de los asesinos, sus cómplices y las falacias del nacionalismo, tuvimos la certeza de que iban a cambiar muchas cosas, al menos las esenciales: que los criminales comparecerían ante la Justicia, que serían condenados con todas las consecuencias, que sus compinches  no obtendrían ningún beneficio, que la democracia estaba en guerra con una horda de asesinos envueltos en una bandera manchada de corrupción, oprobio e infamia, que sólo servía para jalear a los victimarios y que nunca supo enjugar con dulzura las lágrimas de las víctimas. Los políticos, como tantas otras veces harían, adornaron la indignación y la exigencia de presta Justicia con sus altisonantes discursos y sus propósitos de enmienda. ¿Enmendarse la casta política? Es un sueño convertido en delirio en nuestro país. Una vez entregada la fuerza ciudadana en sus manos volvimos pasito a pasito, con avances y retrocesos, a verlos por donde solían, el cambalache, el enjuague, la finta, el despiste… la falta de nobleza, en suma. En ellos siguen, los actuales y los que les precedieron. Las izquierdas tirando por la borda el patrimonio relativo a la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, a la libertad de todos y no sólo de algunas minorías abultadas por la manipulación y la mentira sistemática practicada por los nacionalistas. Las derechas, después de tanto ruido y cháchara, en lo mismo, en la claudicación velada por las palabras pero real en los hechos, ante el programa del “noche y niebla” de todos los nacionalismos. El último y más infame oprobio a las víctimas.

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