La vida, la tuya y la mía (la de cualquiera) siempre nos sorprende con unos instantes en los que nuestra voluntad no es la que manda. Vienen a formar parte de nuestro ser sin avisar y para cumplir la labor de hacernos reflexionar de una forma especial. Es una reflexión que no hemos preparado sino que nos prepara a nosotros mismos para algo especial; quizás para un cambio de vida o para algo más simple, como puede ser el hacernos ver que podemos cometer algo que nos hará daño, un daño moral especialmente. Esos instantes son de gran valor.
Es frecuente que se valore a las personas por su actividad, tanto en lo que se refiere a su rendimiento como a la belleza de sus actos; la belleza de esa actividad tanto en lo que se refiere a lo material como a la de su calidad humana. Pero no se puede tener en cuenta –porque no es visible– ese sentimiento interior que llega en esos instantes de la vida en los que el alma se hace presente en el pensamiento humano de una forma muy especial y que cada persona sabe reconocerlos aunque pasen inadvertidos para otros; incluso para aquellas personas con las que se convive.
Es la forma más sublime del pensamiento humano que, en un instante, nos hace ver que algo debe cambiar en nuestra vida o tal vez reforzarse para que sea más eficaz. ¿Por qué se cambia rápidamente y de improviso algo que se está haciendo o pensando hacer? No es motivado por un razonamiento sino por una inspiración del alma que nos hace ver donde está el bien y que debemos caminar hacia él. Se podrá hacer caso o no a esa llamada del alma, pero siempre queda su señal y volveremos una y otra vez a pensar detenidamente en ello.
Todo ser humano, cualquiera que sea su forma de vida, tiene esa asistencia del alma que le hace ver lo que está bien o no. Por mucho que se hable de lo que se está haciendo o haya de hacerse; por mucho que sea el énfasis con el que se defiende una propuesta o una forma de acción, siempre aparecerá ese instante en el que la conciencia nos habla de sensatez y de amor. Esos instantes de la vida son de un valor fundamental y a veces no se les hace caso porque la mente humana gusta, también, del halago de la gente.
Esos instantes de tu vida –la de cualquier ser humano– tienen a veces un sabor amargo porque ponen de manifiesto algo que se está haciendo mal y que, incluso, ya ha hecho daño y puede hacerlo aún mayor. Cuando éste sea el caso la respuesta debe ser cambiar lo que se hace mal. Esta reacción no es fácil pero sí es justa y necesaria. Reconocer el error significa grandeza de ánimo y amor a la verdad. Esos instantes de tu vida –de cualquiera– son sumamente valiosos para el bienestar personal y para el de la Humanidad. ¡Atiéndelos !
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