Opinión

¿Es mérito?

Ha afirmado alguna vez aquello de “las cosas no son lo que parecen”? Pues bien, este escrito parece un artículo sobre el rey emérito, pero no lo es. Es, o pretende ser, una reflexión en torno al concepto de justicia y la legitimidad de las leyes.

Desde hace décadas, la figura de Juan Carlos de Borbón es con frecuencia uno de los temas de conversación preferidos por los españoles. De todas sus singularidades, hay una que siempre acaba por sobresalir: el intento de golpe de estado del 23F. Para unos, Juan Carlos fue el salvador de la democracia, que se habría consolidado en el país gracias a él; para otros, fue un acto sin mérito, puesto que lo único que evitó fue que España fuera, en ese momento, la única monarquía absoluta europea de finales del siglo XX. Sin contar con el Vaticano.

Juan Carlos es llamado hoy rey “emérito”, gracias a un decreto de 2014 del gobierno que entonces presidía Mariano Rajoy. Esta palabra proviene del latín y designa, originalmente, a aquel soldado veterano que se había ganado menciones de honor y recompensas materiales por su buen servicio en la batalla. Hoy día también se aplica a profesores y otras profesiones, mayormente vocacionales. Démosle vueltas al asunto, quizás encontremos algo interesante. Se llama en España rey emérito a un rey que ha abdicado y, aunque ya no tiene cargos ni responsabilidades institucionales, sigue siendo rey (sin funciones). Teniendo en cuenta que “monarca” es sinónimo de “rey”, y que significa “gobierno de uno”, no se entiende muy bien esta nueva figura real. Pero sigamos. Vivimos en una sociedad que algunos expertos llaman meritocrática, a saber: la posición social que uno ocupa, su lugar en la jerarquía, se basa no en su origen, religión, recursos o sangre, sino en los propios méritos que uno hace formándose, esforzándose y trabajando. Supongo que les suena: si lo persigues, eres constante y resiliente, conseguirás lo que te propongas. Incluso escalar socialmente. Es un modo de una organización social que proviene del liberalismo y, en consecuencia, del capitalismo, y empezó a gestarse tras la caída, con la Revolución Francesa, del llamado Antiguo Régimen. Volveremos a considerar si este régimen es tan antiguo como parece.

Pero antes, un inciso. El tema del mérito, o lo que se está convirtiendo en la actualidad, ha sido muy bien analizado por el filósofo Michael J. Sandel en su libro La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?. Allí encontrarán tanto elogios como advertencias.

Pongamos otra premisa. Para alcanzar un puesto de trabajo deseado, en la empresa privada o en la administración pública, hace falta mucho mérito. Para obtener una plaza de funcionario, por ejemplo, es necesario hacer una prueba y presentar “méritos”, de manera que se garantice el principio de igualdad. Por otro lado, a la plaza de monarca solo aspira una persona (por definición), la cual no necesita hacer méritos, puesto que es suya desde nacimiento y por derecho. Si un futuro rey (o reina), en su etapa principesca, comete actos ilegales (no graves, como asesinato), inmorales o impopulares, llegado el momento seguiría siendo el rey (o la reina). Es como cuando Trump afirmó que podría disparar a alguien en la Quinta avenida de Nueva York y que, aun así, la gente lo seguiría votando, solo que en el caso de la realeza es sin votos. Una vez es rey (o reina), le protege un principio de inviolabilidad, según aparece en el artículo 56.3 de la Constitución española: «La persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados (por el Gobierno) en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo». Como no está claro qué ocurre cuando un acto del rey no es refrendado por el Gobierno, el mencionado Rajoy aprobó la Ley Orgánica 4/2014, que añade: «todos los actos realizados por el Rey o la Reina durante el tiempo en que ostentare la Jefatura del Estado, cualquiera que fuere su naturaleza, quedan amparados por la inviolabilidad y están exentos de responsabilidad». Podemos afirmar, entonces, que un acto del rey (o reina, como parece que tendremos de aquí a unos años) nunca es demérito para apartarlo de su puesto.

Parece pues que, por un lado, un rey no tiene que hacer méritos para llegar a ser lo que es, a pesar de que vivimos en la sociedad de la meritocracia; y que, por otro lado, ningún acto suyo es demérito para cesarlo en su puesto, a pesar de esa misma meritocracia ante la que, según Sandel, uno no puede dormirse (dejar de hacer méritos) por riesgo a perder la seguridad, la comodidad, o el estatus conseguido por méritos propios.

La Ley Orgánica 4/2014 establece que cualquier acto realizado por la reina también está subsumido en el principio de inviolabilidad. Según la RAE, la palabra “meretriz” proviene también del latín y tiene la misma raíz que mérito (mere: ganarse algo, cobrar, merecer). Aunque hoy día es sinónimo de prostituta, designaba sin embargo a aquellas mujeres independientes que trabajaban y vivían de los frutos de su trabajo, y que por tanto no recibían herencia familiar. Pagaban impuestos por ello: es decir, pagaban por el valor de su libertad. Si hacemos caso a otro filósofo, en esta ocasión a Antonio Escohotado y a su libro Rameras y esposas: cuatro mitos sobre sexo y deber, así eran gran parte de las prostitutas en la Antigua Roma: mujeres libres que no dependían de ningún hombre ni familia y que ejercían su profesión, presumiblemente, por voluntad y querencia propias. Tal vez incluso con placer.

Se impone ahora preguntarse si la reina emérita: uno, merece su título; dos, ha hecho algo para desmerecer su título; y tres, se parece en algo a aquellas meretrices antiguas que tanto en Roma dieron que hablar.

Con respecto a lo primero, la reina emérita Sofía merece tanto su título como cualquier reina, consorte o no, de toda época y lugar del mundo. Juzguen ustedes mismos. Sobre lo segundo, se me viene a la cabeza una palabra: resignación. Dado que ya se dan por hechos en todos los medios de comunicación los desaires, engaños, infidelidades y desprecios del emérito hacia la emérita, y no se ha producido ninguna queja por parte de Sofía, ninguna petición de divorcio, ninguna lágrima o emoción repentina, espontánea, humana, ni una ceja fruncida, podemos concluir que, en un mundo donde cada vez se está más atento y se exige un modelo de mujer libre, independiente, con voz y juicio propios, Sofía desmerece su título de representante real de los españoles, y más aún de las españolas. Juzguen ustedes mismos.

Con respecto a lo tercero, no veo la posible relación entre las meretrices romanas y una mujer que, si nos atenemos a la información pública de lo que Sofía ha hecho a lo largo de muchas décadas, podría ser llamada, todavía, la mujer del rey emérito. Parece, y es, la esposa de, no una reina, emérita o no, merecedora de ser llamada con orgullo la reina meretriz.

Por ello, ¿es justa una ley por ser ley, o es ley por ser justa? Si pudiéramos hablar, lo hablaríamos.

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