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Érase una vez...

Érase una vez un país cuyo gobierno estaba encomendado a cierta tribu, muy dada a gastar, hasta el punto de que agotó el tesoro, pero siguió tirando el dinero en prebendas y subvenciones, endeudando de esa forma a la comunidad hasta las cejas y más. “El dinero público no es de nadie”, alegaban aquellos gobernantes, sin pensar que es de todos, y que por ello  no debe malgastarse, y mucho menos hasta el punto de crear un déficit desbordante y un paro disparatado. Cuando alguien les advertía de su error, se limitaban a calificarlo de antipatriota, a ridiculizarlo  y a no hacerle el menor caso. “El déficit no es malo”, decían. Así es que decidieron que lo mejor para todos era vivir por encima de sus posibilidades
La mayoría de los habitantes del referido país (que formaba parte de una liga) acabó por cansarse de aquella pródiga tribu, y decidió sustituirla en el gobierno por otra, para que ésta tratara de llevar las cuentas con cordura y, así, atender las quejas de los demás países de la liga, que veían peligrar sus finanzas a consecuencia de la catastrófica gestión de la tribu derrochadora.
Cuando la segunda tribu se hizo cargo del poder, encontró las cajas no solamente vacías de dinero, sino, para mayor inri, rebosantes de facturas sin pagar, y por ello tuvo que aplicar una serie de medidas restrictivas del gasto, de incrementos temporales de impuestos y. además, reguladoras de horarios, sueldos y condiciones de trabajo. Lo hizo  porque no había más remedio, y no porque tales medidas fuesen de su agrado. Había que adoptarlas, a sabiendas de su impopularidad y de que su aplicación exigiría un sacrificio a los ciudadanos (mal acostumbrados y poco predispuestos a ello) pero con la  mirada puesta en conseguir un futuro mejor. Era necesario evitar la ruina que amenazaba seriamente al país, porque, por añadidura, la tribu saliente se había comprometido con los demás de la liga a ir reduciendo el déficit en tres anualidades, pero no había cumplido –ni por asomo, sino todo lo contrario- en la única de ellas que le tocó gestionar desde el gobierno.
Puestas así las cosas, se dio la peregrina circunstancia de que las voces que más se alzaron contra las medidas de reforma adoptadas provenían, precisamente, de la tribu que había dejado el país como unos zorros. Acusaban una y otra vez a los nuevos gobernantes de mentirosos, de estar deteriorando los derechos del pueblo, de haber rebasando determinadas “líneas rojas” y, en fin, de todas las perversidades posibles, sin detenerse a pensar, ni querer oír, que la culpa de la profundidad alcanzada por la crisis era de ellos, que precisamente ellos fueron quienes se comprometieron de manera solemne a reducir el déficit hasta el 3% en tres anualidades, que en su desacertada política populista de gastar y gastar sin freno y sin medida estaba el origen de todos los males. Hasta tal punto llegó el cinismo de tales personas que se permitieron exigir públicamente a los nuevos gobernantes –si, exigir- que no volvieran a hablar jamás de la triste herencia dejada. Triste y peligrosa al máximo, porque estaba en juego nada menos que la quiebra del país.  
Para ellos, los únicos culpables de cuanto ocurría eran aquellos que les habían sucedido en el poder. “Nuestra tribu –opinaban- esta libre de cualquier clase de responsabilidad respecto a la situación económica del país”. Al contrario, lo habían hecho todo muy bien, y ahora venían los otros a estropear su magnífica labor, más que nada porque tenían ganas de fastidiar por fastidiar.
Como dicen que dijo D. Quijote, “cosas veredes, amigo Sancho, que farán fablar a las piedras”. Aunque parece ser que tal frase proviene de mucho más atrás, nada menos que del “Cantar del Mio Cid”.

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