Opinión

Érase un marinero...

Así dejó en sus versos don Antonio Machado la pequeña historia de un jardín junto al mar... Y que nosotros queremos retomar narrando la historia completa de ese marinero. De tal manera, un día gris otoño, una muchacha se hallaba hecha -nunca mejor dicho- un mar de lágrimas, sentada en un banco de un antiguo edén que llaman "Jardín de los enamorados" de una ciudad que no deseo revelar su nombre; pero que pudiérase ser cualquiera de las blancas cuidadas que bordean el litoral de levante -que tanto mencionan en sus crónicas y narraciones Azorín y Gabriel Miró- y del sur de España y del norte de África, donde el sol se alza frente al mar, mirando la línea infinita y azul del lejano horizonte, donde a veces llega el rumor de otras ciudades...

Y, volvemos a la muchacha, que al verla un marinero tan triste y cubierta de lágrimas, escogió una bonita rosa que a modo de enrejado cubría el muro de un castillo medieval, y le preguntó:

- ¿Qué tienes muchacha?, ¿qué tristeza te acompaña que tus ojos están llenos de lágrimas? Y, a continuación, le apuntó:

- Mira, te entrego esta rosa que tomé del rosal del muro de la muralla, para que alivie tu pena la belleza y la delicadeza de sus pétalos.

- La muchacha la tomó y de manera instintiva aspiró su fragancia hasta sentirse la misma rosa. Sin embargo las lágrimas continuaban rodando por sus mejillas como si se hubiera desatado una lluvia que no cesara nunca. De tal manera, que el marinero se inclinó sobre la muchacha y como en un rumor de hojas le apuntó:

- Deja de llorar y secas tus lágrimas, porque si no cesa, no podrás contemplar la belleza de esta rosa única e irrepetible que la casualidad ha hecho que yo la escogiera del rosal para ti...

Y, algo debió pasar en el interior de la desolada muchacha, porque su llanto cesó al instante, tomó la rosa entre sus manos y la apretó contra su pecho. De sus manos brotaron unas gotas de sangre que las púas le hicieron sangrar. Y, de su pecho brotó un amor, un amor nuevo y renovado al joven marinero que le entregara una flor, más una flor mística de pasión.

Sobre el muelle un adiós, una mano levantada y un pañuelo blanco en el aire como un paloma blanca, que despidiera al marinero en su retorno al mar y a su barco de ultramar. Pasó el tiempo, y nunca una carta llegó desde los confines de los océanos al otro lado del mundo. La muchacha, sin atender al tiempo transcurrido iba cada tarde al muelle donde dijera adiós con su pañuelo blanco y su corazón enamorado...

Transcurrieron los años y en otra tarde de otoñó el marinero regresó con un papagayo verde y el recuerdo de su amor... Preguntó por la muchacha que tanto amor le dio, pero nadie recordaba a la muchacha que el con tanto empeño buscaba. Y se fue por el camino del faro al muelle donde ella le dijera adiós... Y al llegar a la taberna del puerto cuando convino en preguntar a un viejo lobo de mar, este le dijera que durante mucho tiempo, una mujer joven se allegaba a la espera de su amado cada día sin faltar ninguno, hiciera calor, frío, viento o lloviese; y, dejaba una oración para que las gaviotas la dejaran al otro lado del mar... Y continuó el marinero preguntando si aún aquella mujer dejaba su oración a las gaviotas. Pero la contestación del viejo fue que la joven dejó de venir y sin ella también dejaron de revolotear el lugar las blanquecinas gaviotas...

Quedó entristecido el marinero a lo que le dijera el viejo. Por qué no regresó antes junto a su amada -se preguntaba-, que siempre le esperara cada día a la caída de la tarde en la hora mágica donde el ocaso tiñe de rojo las cumbres altas del Yebel Musa, una de las columnas de Hércules donde el mundo conocido terminaba.

Y lamentábase por no haber acudido a la cita, y preferir la aventura de conocer la fascinación de la llegada a un puerto para continuar con la emoción en otro. Así, de puerto en puerto, dejando un amor para soñar con otro, fueron pasando los años en la vitalidad de una juventud azarosa, donde cada día era una ventana abierta al goce del juego venturoso e imprevisible que las horas trajeran...

Sin embargo, hemos de apuntar que a pesar de que la aventura fue lo que impregnara el alma del marinero, nunca olvidó su amor primero: aquella sirena que dejara junto al faro y los muelles de la ciudad, donde se alza una montaña que simula una mujer dormida en espera de un amor perdido en los siglos.

Y, bajó cada tarde el marinero al faro y al muelle donde dijera adiós. Y, como la leyenda de la montaña de la mujer dormida, esperó cada día ponerse el sol tras el horizonte del mar y las nubes malvas traspasadas de color. Y, quiera que en la soledad de la tristeza, apuntando la desesperación, aquella muchacha, sin saberse por qué, ni de donde viniera, ni quién le dio aviso de la llegada del esperado viajero, apareció una tarde cuando el crepúsculo se tiñe de la magia del color, junto al faro y el muelle del adiós...

Y, en un beso eterno se fundieron el marinero y la muchacha prisionera de aquel amor... Nunca se supo donde fueron, ni en qué lugar oculto siguieron amándose noche y día sin que el tiempo impidiera dicho amor... Nunca nadie los volvió a ver, aunque hay quien dice que sus almas vagan aún algunos días por el lugar...

Cuando viajes a esta antigua ciudad recostada en el mar y a pie del Yebel Musa, no olvides que a la caída de la tarde junto al faro y los muelles, si el cielo se enciende como una roja hoguera de fuego, es posible que te llegue el rumor de unos besos y de unas palabras de amor. Te volverás sorprendido, y miraras... y en el silencio, cuando las gaviotas regresen del mar, volverás de nuevo a sentir el rumor de unos besos y de unas palabras de amor...

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