Opinión

Epitafio retardado

El pasado veintitrés de mayo publiqué el último ‘Dardo de los Jueves’. Puse fin así a un periodo de casi dieciocho años escribiendo ininterrumpidamente cada semana sobre los asuntos relacionados con Ceuta que me parecían dignos de reflexión. Novecientos treinta y seis artículos. Enmudecí sin explicar públicamente mi decisión. Dudé mucho si redactar un sucinto corolario para la ocasión. En última instancia prevaleció otro sentimiento. Siempre he pensado que en las despedidas subyace un poso de vanidad que repudio concienzudamente.
A pesar de ello no he podido sustraerme a la obligación (moral) de satisfacer la curiosidad mostrada al respecto por mi entorno afectivo más próximo. Estas (largas) conversaciones me han llevado a reconsiderar parcialmente mi intención primigenia. Es muy difícil conocer con exactitud quién lee una publicación. Quizá haya personas anónimas que han seguido de manera continuada, y con algún interés, mis opiniones. Se ha establecido así un vínculo, ignoto e invisible, que no se puede romper unilateralmente sin incurrir en un pecado de soberbia. Para ellos (en el caso de que existan) va destinado este epitafio retardado.
Me gusta escribir. Nunca dejaré de hacerlo. Además de un deber autoimpuesto, es un placer. Disfruto meditando, ordenando mis pensamientos, y sobre todo, expresándolos. De todas las formas de creatividad posibles, la que nace de la magia infinita de la palabra me parce la más sublime y excitante. Pero también pienso que determinada modalidad de literatura, en especial la que se inserta en el ámbito de lo social (o lo político), carece de sentido si no forma parte de un compromiso de coherente implicación personal. De una actitud ante la vida. Perduran en mis convicciones los preciosos y precisos versos de Gabriel Celaya: “Maldigo la poesía de quien no toma partido, partido hasta mancharse”. Según mi forma de ver las cosas, quien quiere opinar públicamente de política debe hacerlo desde el fango y la trinchera, no desde la aséptica atalaya de la teorización. Quiero decir con esto que he dejado de publicar porque he decidido no participar más en la vida política de Ceuta. Y no me parece ético reflexionar públicamente desde la distancia o la inacción.
Dejar de escribir los ‘Dardos’ es, pues, una decisión subordinada a otra principal. Explicar por qué he dejado de hacerlo equivale a explicar las razones que me llevaron, ya hace algún tiempo, a comprender que mi vida política, en Ceuta, había concluido. Y que no guardan relación alguna con un resultado electoral, como podrían pensar las mentes simples a las que les resulta imposible salirse, siquiera un milímetro, de los troqueles convencionales. La política concebida como una actividad (pseudo) profesional de gestión de la administración púbica es consustancial con la aritmética electoral; sin embargo si se asume como la contribución personal a la vida en común y se inscribe por tanto en un universo perimetrado por las ideas, la conciencia, los sentimientos y los principios, es completamente inmune a las veleidades coyunturales. He concurrido diez veces a las elecciones municipales. En cinco ocasiones he sido elegido concejal, y en otras tantas, no. En ninguno de los casos el resultado ha alterado ni un ápice ni el compromiso militante con mis ideas, ni mi estado de ánimo.
Es preciso, antes de continuar, hacer dos acotaciones previas fundamentales para imprimir coherencia a la argumentación posterior. Una. Es muy difícil datar los procesos sociales. Las transformaciones son lentas, intermitentes, desordenadas, silenciosas, a veces sibilinas e incluso indetectables. Las decisiones del conjunto de la sociedad se manifiestan a través de actitudes que no siempre se pueden identificar con la claridad necesaria para interpretarlas correctamente, y menos aún para concretarlas en el tiempo. Dos. Es muy complicado elegir el momento adecuado para tomar una decisión personal para quien forma parte de una organización y se siente disciplinado por ella y supeditado a unos intereses de rango mayor que los propios.
Pienso que Ceuta ha renunciado de manera definitiva e irreversible a promover algún cambio respecto a nuestro estatus actual. Durante mucho tiempo he venido denunciando esta deriva de indiferencia y desapego generalizado hacia “nuestra tierra” (entendiendo este concepto como una comunidad con señas de identidad propias e hilvanada por anhelos y deseos compartidos). Pero hasta hace (relativamente) poco, me aferraba a la ilusión de que quedaba “alguna” posibilidad de reversión. Siendo consciente de que la tarea era titánica, confiaba en que una especie de “amor propio” macerado en las entrañas de nuestra dignidad, nos hiciera reaccionar y rebelarnos contra un destino fatal impuesto por formidables intereses hostiles. Ahora sé que sólo fue un espejismo. Desgraciadamente, ya nadie cree en Ceuta. Avalaré esta afirmación con dos hechos que a mi juicio tienen la categoría de hitos. Uno. Todos los partidos políticos (excepto Caballas, como testimonio de una resistencia baldía) han abandonado expresamente la reivindicación de integrar a Ceuta en la Unión Aduanera (a pesar de ser un acuerdo unánime del Parlamento español en 2011). Es una manera implícita de reconocer que “aceptamos la exigencia de Marruecos de no modificar el ‘estatus quo’ mientras se encuentra una salida negociada al conflicto entre países hermanos”. Una vergonzante claudicación que se yergue como inapelable vitola de orfandad. Dos. La manifestación que se celebró un ya lejano 22M para exigir una frontera fluida y segura se saldó con un inconcebible fracaso. Menos de un millar de personas acudieron a una convocatoria respaldada por casi todo el tejido asociativo. Entre ellas no había ni un solo empleado público. Quien asistió lo hizo forzado por algún tipo de obligación. Es conveniente detenerse a interpretar en toda su plenitud el sentido de aquella movilización. Ha sido de general conocimiento, durante décadas, que la estrategia de Marruecos para lograr apropiarse de Ceuta consiste en asfixiar económicamente a nuestra Ciudad para que se visualice pública e internacionalmente que es “una colonia sostenida artificialmente con fondos públicos, un anacronismo impensable entre dos países fuertemente unidos por un entramado infinito de relaciones capitales”. Lo que fue una intuición, ya es una evidencia. Marruecos, favorecido en sus intenciones por su papel estelar de “policía” de la Unión Europea para frenar la inmigración y controlar el terrorismo, ha decidido tomar el mando de la frontera y aplicar una política ajustada a sus objetivos anexionistas a largo plazo (recuerden el humíllate cierre de la aduana comercial de Melilla). Hemos entrado en una nueva fase. Ceuta, sin discutir la legitimidad que sobre esta cuestión asiste a un país soberano, debería haber exigido al Gobierno español la negociación de un nuevo marco de relaciones que respetara nuestros intereses y preservara nuestra dignidad (eso se pretendía con la fallida manifestación). No ha sido así. El estado español nos ha vilipendiado. La descarada y descarnada sumisión a Marruecos nos ha situado en una posición de insultante insignificancia. Pero lo peor ha sido la respuesta del pueblo de Ceuta. Hemos agachado la cabeza en una demostración de indignidad imposible de justificar. ¿Por qué sucede esto?

“Según mi forma de ver las cosas, quien quiere opinar públicamente de política debe hacerlo desde el fango y la trinchera, no desde la aséptica atalaya de la teorización. Quiero decir con esto que he dejado de publicar porque he decidido no participar más en la vida política de Ceuta”

Ceuta ha llegado a la conclusión de que no tiene solución. Y por tanto, no merece la pena emprender ninguna lucha que ya se sabe perdida de antemano. La “mitad” afortunada, compuesta en su inmensa mayoría por empleados públicos muy bien retribuidos y mejor bonificados, es consciente de que el futuro de Ceuta ya está escrito y es indefectible; pero al mismo tiempo están convencidos de que el desenlace no coincidirá con su ciclo vital, de modo que se han acomodado a vivir en una “jaula de oro” (aislándose lo mejor posible de una realidad que detestan) en la que satisfacen decorosamente su vida privada mientras planean y ejecutan (total o parcialmente, mediata o inmediatamente) su futuro en otras latitudes. No existe la menor conciencia de “pertenencia al grupo”. No existe grupo alguno. Reflexionemos sobre la pregunta fatídica: ¿Cuántos “ceutíes” se quedarían a vivir en Ceuta si sus ingresos fueran en cualquier otro lugar de España idénticos a los que perciben aquí actualmente? La respuesta sincera es la tragedia de Ceuta. Se perdió el sentimiento. La nómina es ya el único y el último cordón umbilical.
El colectivo musulmán, la otra “mitad” de Ceuta, también vive (desde la resignación) adaptado al estatus vigente. A pesar de las evidencias que demuestran que Ceuta descansa sobre una estructura social fuertemente jerarquizada, en la que impera el principio de desigualdad que se corresponde con una situación de dominación de un grupo sobre otro (racismo estructural); se carece de la conciencia política suficiente para impugnar el sistema. Una instintiva comparativa de niveles de bienestar, tanto retrospectiva (sus antepasados) como geográfica (sus vecinos) arroja resultados sobradamente favorables como para impulsar un duro e incierto proceso de cambio (al menos esta generación).
Aunque desde un origen dispar y siguiendo caminos muy diferentes, todos hemos terminado recalando en el mismo yermo de esperanzas muertas. En Ceuta nadie está dispuesto a invertir ni un minuto de su tiempo en cambiar nada. No hablemos de hacer algún sacrificio. El empobrecimiento de la vida política infunde pavor. El nivel del debate público provoca sonrojo. Nuestra vida pública se ha reducido a una miserable gestión de menudencia de ínfimo alcance. Ni una sola causa noble en la que creer. Ni un anhelo ilusionante por el que luchar. Ni una brizna de grandeza. El imperio de la mediocridad nos ha convertido en una ciénaga de decrepitud. Ceuta se nos escurre entre las manos, mientras nosotros nos afanamos en protagonizar una estéril y fatigosa refriega disputada en el limbo de la trivialidad. En este contexto, dominado por una sordidez extrema, me siento como un extraño que no puede aportar nada. Mis ideas sobre Ceuta están absolutamente desubicadas. Podría seguir “luchando” indefinidamente por pura inercia. Pero no sería honesto conmigo mismo. Parafraseando a Celtas Cortos cuando cantan ‘20 de abril’, podría decir: “La política (música) no me cansa, pero me siento vacío”. Mejor explorar nuevos horizontes más gratificantes y enriquecedores. Así pienso desde hace más de un año. Otra cosa diferente es cuándo y cómo hacerlo. Las personas que elegimos libremente participar en proyectos colectivos asumimos una disciplina que no debemos quebrar caprichosamente. Las decisiones del grupo nos vinculan. El mal resultado electoral de Caballas (no haber sido elegido concejal) supone una cierta liberación en el plano individual; pero mientras mi partido (Caballas) se mantenga vivo y activo, yo formaré parte de él, y entregaré cuanto de mí demanden mis compañeros. Dicho de otra manera, debo hacer compatibles mis deseos con mis principios. Mi propósito es claro y conocido; y se irá materializando en el tiempo en la medida que las circunstancias aconsejen y la organización decida. Pero escribir el ‘Dardo de los Jueves’ sólo depende de mí. Por esa razón ya lo he dejado. No sin una sensación de imprecisa melancolía.
Una última consideración. Triste. My triste. Pero muy determinante en mi decisión. A mi modo de ver, la Ceuta de la era democrática debía librar tres batallas cruciales para ganar el futuro. El trinomio de la esperanza. Autonomía. Economía. Interculturalidad. La primera relacionada con nuestra “naturaleza” política. La españolidad de Ceuta debería estar afianzada y garantizada en el nuevo marco constitucional que diseñaba el Estado de las Autonomías. Luchamos por la aplicación de la Disposición de la Transitoria Quinta. Hasta la extenuación. Y fuimos implacablemente laminados. El segundo gran reto era la implantación de un modelo económico alternativo, adaptado a las coordenadas económicas y geopolíticas impuestas por los nuevos tiempos. Hemos fracasado estrepitosamente. La correlación entre enemigos y aliados era de una asimetría tan brutal que ya de inicio se antojaba como una quimera. Si a ello sumamos los errores propios, que han sido muchos y abultados, el éxito era un imposible. El tercer y último nudo gordiano de nuestro porvenir no se dilucidaba en espacios ajenos, ni requería la intervención de actores terceros. Ceuta se enfrentaba a la necesidad /reto de cohesionar un cuerpo social paritario integrado por dos culturas presentes en dimensiones prácticamente similares. Dicho de otra manera, la tercera pata del trípode que debería sostener el futuro de Ceuta era la interculturalidad. Para contribuir activamente a construir una Ceuta basada en la interculturalidad, como seña de identidad por excelencia, surgió Caballas. Éramos (hace casi diez años) muy conscientes de la terrible dificultad que entrañaba esta empresa. No importaba. Estábamos dispuestos a asumir el coste y el desgaste político, personal y social que fuera preciso. Y así los hemos hecho. Era una utopía. La utopía es el límite de la realidad. Es hermoso y estimulante luchar por ideales imposibles, bajo la condición de que estén sujetos al principio de realidad. Pero la interculturalidad en Ceuta ya no es una utopía, se ha situado claramente en el terreno de la irrealidad. Las personas que abrazan este principio son tan escasas que carece de la “masa crítica” suficiente para mantenerlo como un vector de referencia o influencia en la vida política. Las loables actitudes individuales (que las hay) apenas quedan como efímeros testimonios en la memoria de las causas perdidas. Los repliegues identitarios (sendos) se perciben cada vez con más nitidez y de forma más intensa entre la gente joven. Ceuta se ha conformado como un ensamble precario de dos universos herméticos con sus claves propias cada uno de ellos, y cuyo espacio de intersección se estrecha paulatinamente, ante una complacencia generalizada que anula toda causa unitaria. La gente de Ceuta es consciente de que tenemos que vivir juntos, pero no queremos hacerlo “mezclados”.
Todas las banderas que enarbolé con entusiasmo se han roto definitivamente. La Ceuta de dos mil diecinueve es un territorio anacrónico de naturaleza política indefinida y extravagante, cuya soberanía está amenazada de muerte por un país extranjero con la anuencia del estado español y la complicidad vergonzante de sus habitantes; incapaz de subsistir por sus propios medios, sostenida con generosos fondos públicos para evitar una “fuga masiva”; y dividida en dos mitades irreconciliables que se toleran pero no se entienden; en un decadente tránsito hacia un lúgubre final que ya comienza a esbozarse. Ha llegado el momento de asumir la derrota.

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