Categorías: Opinión

Entierro de un satanás

Señalado ya por la Historia como uno de los mayores criminales nazis, no era preciso que Alemania, Italia, Argentina e Iglesia hicieran el ridículo con el cadáver de Priebke

 

Ex capitán de las SS y condenado en 1998 en Italia a cadena perpetua por su participación en la masacre de las Fosas Ardeatinas, a catorce kilómetros de Roma en marzo de 1944 donde un total de 335 civiles –en su mayoría presos políticos y 75 judíos escogidos al azar– fueron ejecutados de un balazo en la nuca, en represalia a un ataque de la resistencia contra una unidad de la SS, Erich Priebke, uno de los últimos criminales de guerra nazi que aún seguía con vida, será finalmente enterrado en máximo secreto bien en Italia, donde vivía, aunque no en Roma pues las autoridades lo han prohibido, bien en Alemania, su patria de nacimiento, después de una concatenación de tristes episodios tanto en la forma como incluso en el fondo.
Después de morir el pasado 11 de octubre a los cien años en su casa romana, Alemania, Italia y Argentina, los países en los que, de una u otra manera, el nazi desarrolló parte de su vida, y también el Vaticano han protagonizado un hecho lamentable, fuera de toda lógica institucional, que no humana, y que raya la altura de sociedades de tiempos pasados, ya remotos, basadas en el principio de reaccionar tras recibir un estímulo doloroso, o sea infectadas con el terrible virus del resentimiento, mal que tantas masacres ha cosechado a lo largo de la Historia.
Aunque se trata de un turbio asunto, una verdadera patata caliente servida por la Historia, de países avanzados y sociedades modernas que forman parte de la red de naciones que constituyen el Primer Mundo, cabía (cabe) esperar una respuesta que, en realidad, fuera en la teoría y en la práctica la antítesis de la postura que hubieran adoptado poblaciones gobernadas por dictadores, caudillos, criminales, terroristas, mucho más preocupadas en contrarrestar el odio con más odio que en sembrar el bien en un campo nuevo.
Obrar de la manera en que lo han hecho Alemania, Italia, Argentina y la Iglesia, con el silencioso y cobarde beneplácito de los organismos institucionales de ámbito internacional y mientras el cadáver de Priebke –un atroz sanguinario en vida; un mero montón de huesos podridos tras morir– ha estado días a la espera de encontrar un hoyo donde permanecer la noche de los tiempos, es además de un ejercicio de cerrilidad, un caldo de cultivo para que las flores del mal de la barbarie broten, una forma de rebajarse a la mínima catadura moral de los grupos neonazis de nuestros tiempos (de todos los tiempos), una manera de dar voz e importancia a miserables criminales.
Valga como ejemplo para validar la torpeza de los gobiernos de los países mencionados y del clero, lo acontecido después de que el Vaticano se negara a celebrar las honras fúnebres a Priebke y el Ayuntamiento de la capital a darle sepultura, circunstancias que llevaron a los familiares del nazi a elegir la localidad romana de Albano Laziale para que un sacerdote de la congregación fundada por el arzobispo Marcel Lefevbre oficiara un funeral por el rito tridentino, es decir, en latín y con el oficiante de espaldas a los fieles, un intento que resultó inútil pues un grupo de vecinos se opuso a que un centenar de ultraderechistas convirtieran la ceremonia en un acto de exaltación nazi, un temor que aún con el rito saboteado y cancelado se cumplió con creces y además gozando de repercusión internacional. Menuda publicidad que la pandilla de nazis tuvo.
Pero lo más grave de la actitud adoptada por Italia, Alemania, Argentina y el Vaticano no es dar la espalda y negar una fosa para enterrar al criminal –insisto: un cuerpo muerto–, ni si quiera es echar leña al fuego de la violencia nazi, siendo ambas manifestaciones infames, sino que es actuar impulsado por una deformación anímica, marcada en este caso por la indignación y el dolor que toda masacre e injusticia ocasiona.
Porque si bien es comprensible que un allegado de un hombre muerto de manera irracional y salvaje por el lunático Priebke pueda sentirse molesto de que éste sea enterrado a pocos metros de donde vive, o simplemente sepultado, y por mucho que los gobiernos velen por los intereses de los ciudadanos, una nación no debe de actuar desde el dolor que marcan los corazones; desde una memoria salpicada en sangre; o desde un crudo resentimiento pues de tal manera estaría mostrando y reconociendo sus propias carencias burocráticas: como existe incapacidad institucional y judicial para afrontar casos esperpénticos y condenar a criminales de manera justa, se precisa recurrir a acciones movidas por emociones y que toquen la fibra sensible de los ciudadanos en aras de aminorar un tanto la nulidad del sistema y sus consecuencias fallidas.
Si el ridículo de los países ha sido histórico, el ofrecido por la Iglesia Católica no le va a la zaga, todo un homenaje al cinismo y una falta al propio credo, sermoneado ad náuseam de Norte a Sur y Este a Oeste por los siglos de los siglos, ese mismo que nos marca a todos, sin distinción de que seamos buenos o malos y de que vayamos al Cielo o al Infierno, como hijos de Dios y merecedores de ser juzgados por un Tribunal Divino, donde precisamente se decide si el descanso será en paz o estará marcado por las brasas del averno; pero en todo caso, con un hueco en la tierra.
Muerto el hijo de puta, mejor actuar con grandeza; dar sepultura al cadáver; estudiar las carencias institucionales para poder subsanarlas y posteriormente perfeccionarlas; aprovechar la ocasión para recordar la Historia y no caer en las mismas atrocidades y que sea ésta misma (y las sociedades) quien sitúe a cada uno en su sitio, como ha ocurrido con la figura de Priebke, una opinión firme y merecida que se había fundado sin la necesidad de haberle negado nicho alguno: un terrible y abominable criminal; un satanás. Y que descanse en paz.

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