Opinión

Enseñanzas de un Maestro

Era el 6 de enero, día de los Reyes Magos. Cuando aún no había amanecido, la más pequeña de la casa saltaba de la cama y se dirigía a la habitación en la que la noche antes le había dejado a Sus Majestades unos vasos, una botella de leche, algunos dulces, y zanahorias para los camellos. Su curiosidad le llevó, primero, a comprobar si habían bebido y comido. Era la “evidencia” de que pasaron por allí. A continuación comenzó a desembalar todos los regalos. Habíamos preparado una buena lumbre en la chimenea. Y a la luz del hogar, podíamos contemplar un espectáculo casi mágico. La cara de ilusión, a la vez que felicidad, de esa pequeña al comprobar que se habían cumplido casi todos sus deseos, era algo indescriptible, que simultáneamente producía un gozo, si cabe mayor, en los abuelos. Ningún niño en el mundo debería ser privado de un regalo en estos días.
Pero la vida es un constante ir y venir. A las pocas horas, la llamada de un conocido me confirmaba el fallecimiento de mi buen amigo y maestro, el profesor, filósofo y libertario, José Luis García Rúa. Era ya bastante mayor. Sin embargo, no esperábamos su muerte, dado que se encontraba con plenas facultades mentales. Sus más allegados me han confirmado que murió rodeado de libros y que, hasta hace poco menos de un mes, todas las mañanas, después del desayuno, comenzaba una especie de jornada laboral, en la que leía y releía a los clásicos, escribía, atendía correspondencia, o preparaba conferencias.
En el año 1978, la situación política en España era bastante convulsa. Las organizaciones sindicales y políticas de izquierdas comenzaban a legalizarse. Fue entonces, cuando de la mano de José Luis, comenzó mi militancia en la CNT. Años después, él fue su Secretario General. Un grupo de sindicalistas granadinos fuimos el equipo que le acompañamos en esa experiencia. Los momentos y situaciones que vivimos juntos marcaron nuestras vidas en muchos aspectos. Las enseñanzas que de él recibimos han guiado parte de nuestro comportamiento y forma de ser. Y entre los compañeros que formamos aquél equipo de trabajo, se mantienen unos profundos y estrechos lazos de amistad y camaradería por encima de situaciones personales y laborales. José Luis era el prototipo de profesor, filósofo e intelectual total. Quiero resaltar alguna de las cosas que dejaron más huella en mí.
En 1996, ya jubilado de su plaza de catedrático de la Universidad de Granada, escribió El Sentido de la Naturaleza en Epicuro. Una jornada memorable que viví junto a él fue cuando dio una lección magistral sobre el tema a los obreros anarcosindicalistas del astillero de Puerto Real. Ellos le habían pedido expresamente que les hablara de Epicuro y de los cínicos. Sin los medios técnicos de hoy. Sólo con unos apuntes escritos de su puño y letra, y unos cuantos libros llenos de notas, durante algo más de una hora nos estuvo hablando de este movimiento filosófico. Sin perder un ápice de profundidad, pero con un lenguaje sencillo y adaptado al tipo de público que tenía delante, consiguió acaparar la atención y la curiosidad de estos obreros, que ante todo querían aprender filosofía de un maestro. Todo un placer intelectual y un lujo. Ayer, durante su funeral, recordaba con cariño este episodio, con alguno de los trabajadores del astillero desplazados para el acto.
También me vienen a la memoria las frecuentes conversaciones que teníamos con él en las frías noches granadinas, cuando salíamos a pegar carteles para anunciar algún evento. Nuestro reproche siempre era que ya estábamos otros afiliados más jóvenes para hacer esta función. Él nos replicaba que había que ser consecuentes y predicar con el ejemplo. Por esto siempre estaba en primera línea de acción. Y también por ello, seguirá siendo un referente moral para muchos, más allá de su desaparición física.
En cierta ocasión me llevó en su coche a mi casa a altas horas de la noche, cuando habíamos concluido una de las múltiples reuniones sindicales que teníamos. Recuerdo que iba muy deprisa y le pregunté que por qué corría tanto. Su respuesta fue sencilla y genial a la vez. La vida es corta y hay muchas cosas que cambiar en el mundo, me dijo. Esta era su máxima y de esta forma se comportó desde el inicio de su militancia a favor de los más desfavorecidos.
Pero quizás las enseñanzas más importantes que recibí de él fueron sus lecciones sobre el concepto de la razón y la coherencia. Me decía siempre que lo más importante en la vida era la coherencia y el saber por qué se hacían las cosas. Igual que Sócrates, no estaba dispuesto a confundir el todo con la nada. Ni a que nadie cambiara de tema y empezara a hablar de otras cosas, sin tener claro antes de qué era de lo que se estaba tratando. Por esto, él, aunque tenía una capacidad intelectual sobradamente probada, y era un magnífico docente, querido y admirado por todos, no participaba en el “juego” de la búsqueda de los méritos académicos a toda costa, ni ostentó cargo académico alguno. Su prioridad en la vida era la lucha social y a ello se dedicó en cuerpo y alma.
Tendría muchas más anécdotas que contar de él. Fueron muchos años de trabajo sindical en común. Lo más importante, quizás sea reconocer públicamente que José Luis era una buena persona y mejor compañero. Leal y servicial como nadie. Los viejos libertarios decían que llevaban un mundo nuevo en sus corazones. Y él, como buen libertario, lo llevó hasta el último día de su vida.
Que la tierra te sea leve, compañero. Algunos te seguiremos recordando y llevando en nuestros corazones.

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