Apesar de sus silencios, nunca fue vacío su sentir. Mi padre me aprieta la mano en un gesto de vida entera y amor paternal. En algún lugar del tiempo y del espacio tuvo sitio este sentimiento. Mientras, como de costumbre, un universo de palabras se ofrece a mi mente. Las voces se suceden a la velocidad de la luz, y una de ellas pide paso con insistencia: “tristeza”, ¡qué palabra tan sola! ¿Qué fue primero: la palabra o el sentimiento?
Mi padre me aprieta la mano como invitándome al recuerdo. Entonces, el amor del momento insufla energía a unas imágenes que yacían amarillas.
Primero, mi padre me enseñó a respirar. Junto a mi hermano Sergio nos conducía a la caldera de pinos del Monte Hacho, y allí hacía gestos ostensibles: respirar hondo es uno de los secretos de la vida centenaria.
Mi padre me aprieta la mano, me inunda de fuerza, y me manda una orden: “Busca el pensamiento mayor, busca”. En todo interior hay una idea que condiciona al resto, y cuya observancia determina el signo de la existencia. ¿Cuál será? ¿A cuál se refiere?
Entonces, abro el libro de fotos; imágenes tan vivas como la propia memoria, y me sitúo. Imagino al teniente Enrique construyendo casas de adobe en Sidi Ifni, o haciendo chascas, en las difíciles montañas del Rif, con que guarecerse de la rasca. Pero sobre todo, lo imagino caminando con ritmo disciplinado por sendas salvajes. ¿Habrá caminado mi padre?
Mi padre me abre los ojos y gesticula con sudor: “Busca el pensamiento mayor, recíbelo”.
Entre todas las cosas que pueblan el cielo de los recuerdos hay una, que por orgullo, tengo que comentar: la extraña habilidad de hablar el árabe rifeño con pulcritud original. Me quedaba boquiabierto al ver a mi padre despachando con el frutero del mercado. La casualidad no existe: lo imagino en su humilde cabaña, a la luz de las velas, dedicando su tiempo libre al aprendizaje.
De ahí sabemos el interés que despertaba en mi padre el que yo hablara inglés con suficiencia (han pasado veinte años ya desde que pasé el verano en Londres).
Han venido mi hermana Olga y Patricia. Junto a mi padre, forman un triángulo perfecto, un sol imponente.
Hasta hace bien poco mi padre mantenía su capacidad de lectura. “Mira Basilio, lo que dice Jaime Campmany”. Era lector impenitente del ABC.
Nunca me reprochó nada, ni condicionó mi pensamiento, a pesar de sus férreos convencimientos como falangista. Con dieciséis años participó en la guerra.
Adentro, la paz, el lenguaje, el saber que te da la entereza. Afuera, una España desvencijada, una juventud sin referente, una legión de malditos en la trinchera, una clase política inánime en la palabra, y al fin, una Europa infeliz.
En el principio de las cosas, mi padre me enseñó. Un paso al frente.