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Enfermedad y sanación

Es necesario enfrentar el hecho de que cualquier persona (también aquellas que nos son más queridas y nosotros mismos) puede resultar vulnerable a una terrible enfermedad, porque en nuestros días se presenta una fuerte tendencia a ocultar y reprimir la existencia de la enfermedad y el dolor como si pudiésemos ser ajenos a tales contingencias, nunca deseadas, pero fatalmente sobrevenidas. Cuando el quebranto de la enfermedad afecta a alguien, comienza su imperceptible separación de los demás, de los que están y se sienten sanos. Sin ruido, casi silenciosamente, un sentimiento de orfandad, de soledad, comienza a abrirse paso en el enfermo y opera como una cesura en el poema único que es cada vida humana.
La enfermedad nos sitúa frente a la extrema debilidad de nuestra existencia y nos alecciona sobre nuestra pertenencia a una comunidad de seres mortales, que, en su propia condición menesterosa, únicamente pueden recibir ayuda de sus semejantes, siendo problemática esta característica porque los sanos hallan difícil la identificación con los enfermos. La presencia y la protección del Estado en materia de salud son tan evidentes en las sociedades modernas que abandonamos en sus manos aquellos que enferman para convertirlos en problema técnico de gestión pública, pues el aumento de la esperanza de vida parece alejar el riesgo de la enfermedad, liberándonos momentáneamente del miedo. Parece en la experiencia cotidiana, que la distancia entre nosotros y la enfermedad mantiene nuestros miedos a raya y levanta una defensa protectora contra la idea de la propia muerte. De la misma forma que la muerte, la enfermedad era hace años un hecho más público que en la actualidad, cada vez más relegado al ámbito de lo médico y lo hospitalario por un lado, y, por otro, a la reclusión de lo privado.
Esta reclusión a lo privado, conlleva a menudo cierta incapacidad  y temor en muchas personas para expresar, hasta en el ámbito de lo privado, emociones fuertes. El ambiente, en muchos sentidos aséptico, de los hospitales ha vuelto rara e incómoda la manifestación del llanto. Aunque no se por cuánto tiempo, las mujeres conservan aún esta capacidad tan sólo a ellas permitida socialmente, pero esa inhibición emotiva es fácilmente observable entre los hombres. Esta represión de los afectos, de los sentimientos de dolor, de cercanía con el enfermo, lo aíslan aún más y lo deja en soledad para enfrentarse con su decrepitud, con su dolor y, tal vez, con su muerte. De modo, que pareciera que al ir más lejos en el conocimiento y tratamiento de las enfermedades, todo se vuelve más frío en la experiencia subjetiva de las mismas. La fría ritualización hospitalaria crea formas de gran pobreza emotiva, relegando a la persona que sufre una enfermedad grave a una penosa sensación de desamparo e incomunicación, en muchos casos superada por las creencias en una vida trascendente, que transmiten al enfermo la seguridad de que existe una preocupación real por su situación, por su persona. No solamente debemos afrontar las dificultades de la vida como la enfermedad, sino la deshumanización que ha llevado pareja todo el progreso en investigación, conocimiento y tratamiento de la misma. Estar cerca, sin caretas, con toda la carga de nuestros sentimientos y nuestros miedos, de las personas enfermas a las que queremos y con las que nos unen especiales lazos familiares y de amistad, es un deber del corazón, una estrategia para recuperar el sentido de la dignidad propia y poder afrontar sin miedo los riesgos que conlleva la vida. La dedicación de nuestro tiempo, nuestro esfuerzo y la manifestación del afecto nos devolverán mucho más de lo que entregamos a aquellos que nos necesitan en esos momentos cruciales, pues nos harán más humanos y habrán contribuido a nuestro aprecio de lo realmente esencial de la vida.  Como el estribillo de la canción de Jorge Drexler repite …
‘Cada uno da lo que recibe 
y luego recibe lo que da, 
nada es más simple, 
no hay otra norma: 
nada se pierde, 
todo se transforma’.

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