Este relato es una invitación amable para que los personajes alejados en el tiempo y en el espacio convivan con nosotros en el mundo actual y, sobre todo, para que nosotros descubramos y analicemos esas actitudes y esas conductas cuyas raíces están presentes también en nuestros comportamientos de aquí y de ahora.
Su manera interesante de contarnos nuestras formas humanas e inhumanas de ser nos descubre lo que, quizás, esté oculto en nuestro interior: en nuestras entrañas y en nuestros espíritus.
En mi opinión, su calidad literaria reside en que explica con claridad nuestra naturaleza híbrida, en la habilidad con la que narra lo que sentimos en nuestros cuerpos y lo que experimentamos en nuestros espíritus, y en el tino con el que apunta a esa realidad que nos rodea alcanzando el nivel mágico de la alegoría y de la metáfora. La manera tan “realista” y, en ocasiones, tan “naturalista” de la que Alfonso Pavón Benítez relata esos episodios tan dolorosos nos muestra cómo la literatura no es el reino de los espíritus puros sino que, por el contrario, se sitúa en ese espacio intermedio, en ese universo confuso, en el que se mezclan las luces y las sombras, en esa región confusa en la que pugnan el amor y el odio, la realidad y la fantasía, el recuerdo y el sueño, donde se combinan, a veces de manera turbulenta, las ideas y la sangre, la voluntad consciente y los ciegos impulsos.
El relato, que se extiende durante todo el siglo veinte y lo que llevamos del veintiuno, nos cuenta unos hechos que ponen de manifiesto unos comportamientos dolorosos que, como la pobreza, la emigración, el machismo, aún siguen sin resolverse de manera satisfactoria, y, también, la fuerza irresistible del amor y la insondable profundidad de las raíces familiares.
Todos sabemos que la Literatura es ese cauce anchuroso y zigzagueante por el que discurren unas historias que, a pesar de que son ficticias, ajenas y lejanas, despiertan nuestro interés y mantienen nuestra atención porque plantean problemas y ofrecen soluciones a las cuestiones cotidianas que nos preocupan a los lectores: porque descubren y describen los impulsos y los frenos que explican nuestras trayectorias vitales.
¿Por qué el narrador, los personajes y los asuntos de esta novela, tan alejados en el tiempo y tan actuales, por qué sus convicciones, actitudes y comportamientos no nos sorprenden a los lectores de hoy? Porque –me atrevo a afirmar- identifican nuestras maneras ocultas o patentes de desear o de temer, de amar o de odiar, de disfrutar o de sufrir y, además, porque, empleando un lenguaje que es claro, directo, sugerente y estimulante, nos muestra cómo una palabra, un gesto o una actitud poseen capacidad para alimentar toda una vida y, también, para destrozarla.
En mi opinión, las razones profundas del interés que despierta esta novela son los mensajes que lanza sobre la aspiración hacia una felicidad moderada, hacia un bienestar razonable y, también, la identificación de los fundamentos en los que apoyar una sensata esperanza. Partiendo de la evidencia de que la vida humana es un recorrido zigzagueante, esta obra nos explica cómo cada paso -cada episodio- nos descubre unas encrucijadas, unos cruces de caminos siempre nuevos, porque cada persona posee rasgos que, en ocasiones, son semejantes a las nuestras y, otras veces, son diferentes y opuestas. Y es que la literatura -la buena literatura- nos estimula para que pensemos y repensemos la vida, para que la vivamos y la revivamos de una manera personal y siempre nueva.
Ambigua y, a veces angustiada, el alma sufre entre la carne y la razón, dominada por las pasiones del cuerpo mortal y aspirando a la eternidad del espíritu, perpetuamente vacilante entre lo relativo y lo absoluto, entre la corrupción y la inmortalidad, entre lo diabólico y lo divino.
La ficción literaria surge en esa confusa región y a causa de esa confusión.
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