Categorías: Opinión

En defensa de nuestras Hermandades

Nuestro periódico desvelaba el lunes día 14 la inquietante noticia en torno al mundo cofrade ceutí. Si el recurso sin respuesta que sigue pesando sobre la mesa del obispo Zorzona desde hace seis meses no prospera, como se teme, definitivamente el Consejo de Hermandades y Cofradías habrá perdido todas sus competencias en favor del de Cádiz. El asunto tiene usía, oiga. ¿Acaso ha dejado de existir el todavía llamado Obispado de Ceuta? Otro golpe de tuerca más. Y un varapalo – si se me permite la expresión– a nuestras Hermandades e incluso a la propia ciudad. O sea, que cualquier asunto relativo a al ámbito cofrade ya no lo resolverá nuestra Vicaría, que se limitará a remitirlo directamente a la sede episcopal gaditana de Hospital de Mujeres, 16. ¿A esto no tiene nada que decir el vicario? ¿Acaso el propio obispo ha tenido a bien explicar, en alguna de sus visitas, los motivos de tal decisión?
No merecen tal suerte nuestras sufridas y ejemplares hermandades y cofradías. Es patente su eficacia y buen hacer más allá de una Semana Santa que es admiración de propios y extraños, más aún en una ciudad con las características especiales de Ceuta, sino también en el rigor de sus cultos o en sus obras de caridad. Por supuesto que están dispuestos a llegar a instancias superiores en la defensa de sus derechos. Reivindicación en la que no debería faltar el apoyo institucional de la Ciudad Autónoma, y las firmas y el clamor de cuantos ceutíes se sientan identificados con el tema. Tan incomprensible medida supone otro retroceso más en nuestra autonomía eclesiástica. No podemos quedarnos callados. Hasta ahí podríamos llegar. ¿Y los partidos políticos? ¿Ninguno tiene que decir nada en torno al asunto?
En ocasiones como éstas en las que la figura del Obispado de Ceuta parece papel mojado, nos viene a la mente la vieja reivindicación de volver a contar con un obispo propio que devolviera a nuestra máxima institución eclesial las numerosísimas competencias perdidas con el tiempo en favor del de Cádiz, si es que aún nos quedan algunas. Así lo entendió ya en un principio, en 1915, el Ayuntamiento y la feligresía local con una primera petición al respecto, previo acuerdo de la corporación municipal del 9 de julio de aquel año.
Décadas después y por dos veces, especialmente en tiempos del alcalde Francisco García Arrazola (1950–57), se estuvo a punto de obtener de Roma ese nombramiento de un obispo residencial, pero los intereses se movieron convenientemente en la Tacita de Plata para que ello no cuajara. Del mismo modo, en 1972, la vieja reivindicación volvió a plantearse, entonces desde la cofradía de la Patrona, aprovechando que la sede estaba vacante, al Nuncio de S.S., al ministro de Justicia y al presidente de la Comisión Episcopal, aludiendo al concordato último en vigor que declaró la diócesis de Ceuta ad reducenda, cundo se unió en torno a una misma persona - que no en su organización - las diócesis de Cádiz y Ceuta. Recordaban cómo la Bula de 5 de septiembre y el Decreto 17 de octubre de 1851 concretaban que debía establecerse un obispo auxiliar, sin que a través del tiempo se cumpliera el precepto.
Nuestro último obispo residente fue Juan Sánchez Barragán, entre 1830 y 1846. Entrañable figura y fundador que fue del Banco de Pescadores, auténtico amante y protector de éstos, a quienes, cuentan, visitaba personalmente, conocía sus necesidades y atendía a sus familias. Barragán murió tras legar todos sus bienes a los pobres y la sede no se cubrió durante muchos años. Entonces los prelados de Cádiz fueron nuestros primeros administradores apostólicos hasta que el nombramiento de Ramón Martínez Platero se hizo también como obispo de Ceuta. Pero llegó Tomás Gutiérrez Díaz, aquel al que se le ocurrió la nominación de Obispado de Cádiz– Ceuta (sin la ‘y’ actual), dando lugar a un confusionismo todavía subsistente, al no tratarse de una diócesis sino de dos distintas y diferentes. Cada cual y en teoría con su autonomía propia, aunque estén gobernadas por un mismo obispo. Lo que en nuestro caso no sucede con las prerrogativas perdidas.
Contaba Quinín cómo el artífice de la Catedral, el auténtico autor de toda su obra, el recordado Rafael Navarro Acuña, tuvo que abandonar nuestra ciudad entre las falsedades de tantos ignorantes envidiosos y la persecución de la que fue objeto por parte del propio Gutiérrez Díaz, que nunca le perdonó que las cantidades que se libraban en Madrid para la obra vinieran directamente a Ceuta, para su empleo íntegro en la misma sin pasar por la administración gaditana, quedando allí el tanto por ciento correspondiente.
Quizá no sean los mejores tiempos para aspirar a ese obispo propio pero, vistos los acontecimientos, quién sabe si deberíamos ir planteárnoslo de nuevo.

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