Categorías: Opinión

El tíovivo

El verano pasado hice un viaje a Santander, “la capital de la montaña”. Yo no conocía Santander y hacía tiempo que tenía ganas de visitarla. Me encontré una ciudad que realmente ha superado mis expectativas: señorial, clásica y moderna a la vez. Sus gentes, descendientes de los cántabros que originariamente habitaban esas tierras, me han parecido personas amables y educadas. Estrechamente unida al mar, por todas partes se aprecia el sabor de ese Mar Cantábrico que tanto le ha dado y que a veces también le ha quitado cuando se ha embravecido. Creo que las canciones de los cincuenta y sesenta de Jorge Sepúlveda se han quedado cortas en cuanto a la descripción de su belleza.
Me ha parecido una ciudad muy cómoda y agradable para vivir. A mí no me gustan las ciudades muy grandes y Santander no lo es. En los días que estuve sólo tuve que coger un taxi para ir de la estación de ferrocarril hasta el hotel y no porque estuviese lejos, sino porque yo no sabía donde estaba. Andando hubiera sido un agradable paseo. Salvo ese taxi, el resto de los trayectos los hice andando, incluso cubriendo la larga distancia que había desde mi hotel (próximo al puerto) hasta la zona de El Sardinero, en la otra punta de la ciudad, atravesando por el camino la preciosa Península de la Magdalena, con su famoso palacio, antigua residencia de los Reyes y hoy escenario donde se imparten los cursos de la Universidad Menéndez Pelayo.
Estando ya en esa zona y por mi reconocida afición al fútbol, no me pude resistir a visitar su estadio, el coqueto y cómodo Estadio de “El Sardinero” con pinta y sabor de estadio inglés, con un césped que creo debe ser de los mejores de la Primera División española. Aunque no soy aficionado a la llamada “fiesta nacional”, también visité su plaza de toros, ya que me la encontré por casualidad y es algo que no veo frecuentemente.
Podría hacer una descripción de los lugares que visité y una narración de la mucha historia que encierran, pero no es esa la intención de este artículo. Me voy a centrar en un hecho que no estaba previsto en mi plan de visitas, que no estaba entre los lugares importantes que, a priori, debía conocer pero que, como tantas otras veces ocurre en la vida, se presentó de improviso y constituyó uno de los momentos más agradables y sensibles de mi viaje.
Paseaba yo por uno de los lugares más conocidos y frecuentados de Santander (el Paseo de Pereda) cuando de pronto me encontré con algo que ya no se ve con mucha frecuencia. Me refiero a ese carrusel de caballitos de madera que suben y bajan dando vueltas al compás de una música y que hacen las delicias de los niños y niñas que van montados en ellos. En definitiva, me encontré con un vestigio de otros tiempos: un tiovivo. La foto que ilustra este artículo es precisamente de ese tiovivo que vi en Santander.
En España era frecuente ver los tiovivos en verano en multitud de fiestas de ciudades y pueblos más pequeños que, con el buen tiempo, aprovechaban el interés de los niños y la ilusión de los padres por ver a sus hijos a lomos de un corcel.
Hoy día se ven muy pocos tiovivos pues las nuevas tecnologías han desplazado el interés de los niños por los caballitos de madera hacia los ordenadores y los videojuegos y los padres se encuentran demasiado ocupados tratando de ver de qué forma pueden ganar el suficiente dinero para llegar a fin de mes y pagar la hipoteca y la multitud de cosas innecesarias que compran. No tienen tiempo para llevar a montar a sus hijos en unos inútiles caballitos que suben y bajan, que giran y giran sin parar. Por eso me llamó tanto la atención ver aquel tiovivo que parecía sacado del fondo del baúl de los recuerdos de mi infancia.
De pronto vinieron a mi mente imágenes de un pasado remoto. La cara de los niños: ilusionados unos, asustados otros ante posibilidad de montarse en esos caballitos de colores que los miraban sonrientes. La actitud de los padres, igualmente ilusionados por mostrar a sus hijos algo muy diferente a lo que ven diariamente, muy alejado de esas nuevas tecnologías de las que les hablaba antes, que nos invaden y que llegan a idiotizarnos. Muchos de esos padres estaban prestos con su cámara de fotos para perpetuar una imagen que dentro de unos años mirarán y recordarán con nostalgia, como hago yo de tarde en tarde cuando soy capaz de reunir las fuerzas necesarias para ver las fotos de la infancia de mis hijos y me traslado a los momentos de un mundo feliz que sé que nunca volverá.
Me senté en uno de los bancos del Paseo de Pereda frente al tiovivo y dejé pasar el tiempo, sin prisas, sin nada que hacer, contemplando el carrusel sin fin de caballitos a cuyos lomos los niños mostraban la mejor de sus sonrisas. Y tratando de no caer en la inútil y nociva nostalgia del pasado que nos hunde en el abatimiento, ni tampoco en el error de creer que todo tiempo pasado fue mejor, vinieron a mi mente imágenes de un tiempo lejano, de mi infancia. Y me veía en la Feria de Hadú, o en la pequeña Feria del Morro, que en la barriada del mismo nombre instalaban cada año antes de la Feria de Agosto, que entonces se situaba en los llanos del puerto.
Me vi a mí mismo cabalgando a lomos de caballitos como aquellos, asustado, fuertemente agarrado a la barra que sujeta a cada caballito. O subido en el “carro de las patadas”, que giraba primero muy despacio y poco a poco iba cogiendo velocidad, a medida que el hombre que tenía que mover la pesada rueda central que lo impulsaba, iba cogiendo el ritmo suficiente sin otra fuente de energía que la fuerza de sus brazos. O emulando las hazañas de los pilotos de Fórmula Uno, mientras conducía los “coches del choque”, tratando de dar un “viaje” entero sin que me dieran un golpe, lo cual era prácticamente imposible porque la gracia del asunto era dar cuantos más y más fuertes golpes, mejor. Y, finalmente, comiendo el último algodón dulce que se me pegaba en la punta de la nariz, antes de abandonar la Feria y coger el autobús para volver a casa de la mano de mis padres.
Fue así como vino a mi mente la estrofa de una canción de Serrat. Serrat, siempre Serrat. Ya saben ustedes por alguno de mis anteriores artículos de mi debilidad por este cantante. Él siempre tiene una canción apropiada para cada momento, para cada situación. Incluso tiene una que se refiere precisamente a un tiovivo. Se titula “El carrusel del Furo” y en una de sus estrofas dice lo siguiente:
“Cuando la llama de la fe se apaga y los doctoresno hallan la causa de su mal, señoras y señores.
Siga la senda de los niños y el perfume a churros  que en una nube de algodón dulce le espera el Furo”.
Ojalá nunca se nos apague la llama de la fe y siempre conservemos una parte del niño que fuimos una vez. Gran parte de nuestra felicidad depende de ello.

Entradas recientes

El Ceuta, a seguir la misma línea

El Ceuta afronta la séptima jornada de Liga, con la intención de mantener la misma…

05/10/2024

La UCIDCE cae por un 5-0 ante el Coria

El CD UCIDCE de Ceuta volvía a caer este fin de semana en su quinto…

05/10/2024

Debut amargo para el CN Caballa (18-8)

El CN Caballa de Ceuta no ha comenzado como muy buen pie su camino por…

05/10/2024

Espectacular inicio del 3x3 de baloncesto en La Marina

El auditorio de La Marina es el escenario elegido para albergar la primera jornada del…

05/10/2024

Sociedad caballa: la gira Rock&Love de Cristina y Cristian

La gira Rock&Love de Cristina y Cristian se ha detenido en Ceuta para una parada…

05/10/2024

Arranca el Triatlón en Ceuta: La 'Pho3nix Kids' se celebra en la Ribera

Ceuta vivirá una auténtica fiesta del Triatlón este fin de semana. La playa de la…

05/10/2024